Cada día, Annabelle Intriago mira los datos de fallecidos y nuevos contagios en España y en Ecuador. En el primer país es donde esta trabajadora social reside desde hace más de dos décadas; en el segundo, es donde nació y donde vive la mayor parte de su familia.
Después de comer, cuando allí todavía amanece, ella se conecta desde Barcelona y su familia, desde Manabí. “Nada más empezar la videollamada, nos decimos: ‘No enfermó ni la abuelita, ni el tío, ni la tía abuela’. Y así nos damos el parte de cómo estamos cada uno”, cuenta Annabelle.
Annabelle lleva cuatro años sin viajar a su país de origen: “Es el caso de muchos inmigrantes: los pasajes son caros y, cuando vas, es para estar al menos un mes. No todos tienen dinero suficiente o tantas vacaciones. Ahora, además, está la duda de cuándo podremos volver a viajar”, explica.
Ecuador, el segundo país con más contagios de Latinoamérica
Un caso parecido es el de César Martínez, de 51 años y también residente en Barcelona. Había organizado un viaje a Guayaquil (Ecuador), su ciudad de origen, para el 29 de marzo, pero su vuelo se canceló al declararse el estado de alarma: “Iba a ir después de nueve años sin ver a mi familia. Soy abrillantador de suelos y aunque económicamente no estamos mal, el pasaje es muy costoso”, señala.
Unos días después de que comenzase el confinamiento, César tuvo que ingresar en un centro hospitalario a causa del COVID-19: “Empecé con escalofríos y con mucho ahogo, tuvieron que intubarme y estuve tres semanas ingresado”. Agradece que la afección respiratoria no le pillase en Guayaquil: “No te puedes ni imaginar cómo es la asistencia sanitaria allí”.
En Ecuador, según los últimos datos oficiales del martes 21 de abril, había 10.128 contagiados y 507 fallecidos. Aunque el Gobierno, a través del Ministerio de Salud, ofrece cifras de casos probables. Es por eso que la suma de fallecidos podría ser mayor, alcanzando los 1.333. Es el segundo país de Latinoamérica más afectado por el coronavirus, por detrás de Brasil.
Aquí, la gran mayoría contagios y fallecimientos se concentran en la provincia de Guayas (algo más del 70%), siendo su capital —Guayaquil, una ciudad de algo más de dos millones y medio de habitantes— la que contiene el 51% de los casos totales del país.
“Sé que en España hay mucha gente que tampoco puede ver a sus familiares ni despedirse de ellos. Pero es muy doloroso llevar casi diez años sin ver a los tuyos”, reconoce César.
A eso se une, además, la diferencia horaria, que en estos casos obliga a quienes tienen a sus seres queridos a miles de kilómetros a adaptarse al horario de allí cuando hay un familiar enfermo: “En Guayaquil fallecieron la semana pasada una tía mía y mi cuñado”, cuenta Gastón Franco, de 51 años y 20 residiendo en España.
“No se le pudo dar la cristiana sepultura como es debido, ni pude hablar con ellos. Es muy triste. Nos hemos pasado noches en vela porque sabíamos que podían morir en cualquier momento. Así fue que me enteré de cuándo fallecieron”, relata Gastón.
La preocupación económica
Decidir si viajar o no para despedirte de un familiar ya es difícil en cualquier circunstancia para las personas migrantes; imposible ahora, como explica Annabelle: “De normal, si te avisan de que un ser querido está muy malito, tú decides si te compras el pasaje, pero aquí ni tienes esa opción. En la mayoría de casos, llevamos años sin ver a nuestras familias”.
En su caso, aunque Gastón pudo visitar a su familia en julio del año pasado, dice que querría volver lo antes posible: “Necesito abrazarlos más que nunca. Y despedirme de mi tía y mi cuñado como es debido”, dice. Su preocupación, ahora, es la económica. La pérdida de su cuñado es, también, la pérdida de una fuente de ingresos: “Estamos toda la familia acá en España intentando reunir dinero para enviárselo. Pero yo trabajo en la construcción y ahora estoy parado”.
La urgencia del contacto
Carmen Winnipeg, de 58 años y boliviana de origen, no ha visto a su familia en cinco años, tan solo por videollamada. Allí tiene a dos de sus hermanos y a sus sobrinos, con quienes habla más a menudo “desde que comenzó la pandemia”. Dice que “la sensación de que ocurre algo malo a la vez en todo el mundo” provoca una urgencia de contacto: “Supongo que eres más consciente de la distancia y de que, cuando esto acabe, lo último será poder viajar a otros países”.
La “incertidumbre”, dice Pamela Barone, de 31 años, se hace más explícita durante la pandemia: “No tenemos una certeza de cuándo podrá ser la próxima vez que volvamos de visita a Argentina. Y si volvemos, ¿en qué condiciones?”. Esta pregunta también la formula Carmen: “Cuando viajo a Bolivia es para estar estar al menos dos o tres semanas. Si cuando vayamos vamos a tener que estar 15 días aislados sin poder ver a los nuestros, no merecerá la pena”.
Pamela emigró a Palma de Mallorca en 2013 para estudiar un máster de psicología, y acabó quedándose para realizar un doctorado. En 2018 viajó a Córdoba capital, en Argentina, para ver a sus padres y a su hermana, y en diciembre de 2019, les vio de nuevo cuando estos viajaron a Palma para asistir a su defensa de la tesis. “Aunque llevo ya varios años viviendo lejos, noto que ahora están más preguntones. Y hacemos más videollamadas que antes. Sobre todo las primeras semanas, si tardaba en contestar a un wasap, se ponían muy nerviosos. El contacto como que se ha duplicado”, señala.

También María Clara Montoya, de 26 años, habla con más frecuencia que antes con su familia. Ella emigró de Medellín a Madrid con seis años, y sus padres, décadas después, emigraron de nuevo a Londres, donde viven actualmente. “Tengo a toda mi familia en Colombia, y a mis padres en el Reino Unido. A mi país de origen hace tres años que no voy, pero a mis padres les veo cada tres o cuatro meses. No saber cuándo podré volver a estar con ellos me genera ansiedad y me da mucha pena”, cuenta.

Como a muchas personas migrantes, a María Clara también le preocupa la situación económica que viven sus familias en sus países de origen: “Unos primos míos, que distribuyen ropa, ahora tienen el negocio completamente parado. Están con un bebé y haciéndose cargo de mi tía abuela, que vivía sola”.
Desde su punto de vista, la distancia geográfica y temporal crea un desfase en la cotidianeidad que, gracias a las videollamadas, trata de compensar: “Creo que todo esto nos ha servido para crear más vínculo. Hablamos más de lo habitual y nos compartimos detalles que antes no nos contábamos: por ejemplo, mandamos fotos de lo que comemos todos los días o de mi abuelita haciendo ejercicio, e intentamos hacer recetas juntos, como las empanadas de carne de mi tío y padrino”.
A Lali, también colombiana, la pandemia le pilló tramitando su solicitud de asilo político. Llegó a Madrid huyendo de la persecución homófoba que sufría en el pueblo en el que residía: “Llevo menos de un año en Madrid, por lo que mi red aquí es casi inexistente. No tenía pensado volver a Colombia, no podría, pero esta situación te da aún más sensación de soledad. ¿Y si les pasa algo a mis padres?”, relata.
En este sentido, María Clara critica no solo “la invisibilidad de las personas inmigrantes a la hora de elaborar políticas públicas”, sino también la marginalidad de sus realidades, teniendo en cuenta que es un colectivo que en España representa casi el 11% de la población total: hay cinco millones de extranjeros censados, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE): “No estamos en los discursos del Gobierno, ni hay un mensaje específico para nosotros, a pesar de que también somos parte de la ciudadanía”.
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