¿Espiritualidad o conservadurismo? Rosalía se viste de monja y no es casualidad en pleno auge de la extrema derecha

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Presentación del nuevo álbum de Rosalía, Lux, en Callao | EFE
Tiempo de lectura: 7 min

Rosalía ha decidido elevarse por encima de los mortales con una ascensión espiritual en lugar de con unas plataformas de drag queen de quince centímetros. Si la cantante parecía alargar su existencia hacia la divinidad con pestañas y coletas postizas, taconazos imposibles y uñas afiladas como un bisturí, ahora ha abandonado toda esa propuesta estética para apostar por la trascendencia en un sentido literal. En la portada de su nuevo álbum, Lux, aparece caracterizada como una monja. Envuelta en blanco, con el cabello cubierto, sin joyería, sentada en un prado que da empaque a toda esa idea de naturalidad. Como si al comprender el sentido de la vida Rosalía no necesitase materializar su alma a través de ningún artificio. 

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Y la cuestión es que si la trascendencia es la capacidad de ir más allá de la materialidad de la vida, tomarlo al pie de la letra y desasirse del maquillaje, los postizos y las ornamentaciones resulta no solo poco creativo, sino mentira. Ya no solo porque toda esa supuesta naturalidad lleva horas y horas de preparación, echando por tierra la idea del ascetismo, sino porque entender así la espiritualidad es una concesión a la idea rancia de que producirse no es mostrar nuestra forma más pura, sino enmascarar nuestro ser

Si para algo existen las divas es para que podamos asomarnos a las contradicciones de la vida con divertimento. Una diva no habita este mundo para ser coherente, sino para llevarse la contraria a sí misma, y que así nosotras, espectadoras recogidas cómodamente en un sofá sabiendo que nadie nos va a funar, podamos comprender que hasta el ser más elevado adolece de los mismos defectos que el resto de los mortales. Pero la idea de Rosalía detrás de Lux no me parece ni desdecirse ni contradecirse, sino abrazar deliberadamente la idea de que lo conservador es subversivo

Y la realidad es que Rosalía lleva tiempo anunciando que está dispuesta a anclarse estéticamente en la deriva conservadora. Lo explica de maravilla la periodista de Vogue Alexandra Lores, especializada en moda: “Esta etapa cultural suya coincide con una tendencia conservadora en la que las marcas y firmas van hacia el minimalismo y la sobriedad. No es casualidad. Ella tiene que ofrecer algo nuevo porque la industria es muy exigente. ¿Y qué rompe con toda su anterior apuesta estética, que en los inicios era de una feminidad choni y excesiva? Pues la sobriedad y el recato”.

Bien es cierto que el uso de los elementos religiosos no implica necesariamente alinearse con un posicionamiento conservador, sino que puede suponer una forma de provocación, como ya hizo Madonna en su momento —acusada de blasfemia, por cierto—. La publicación de Lux el próximo 7 de noviembre permitirá saber mejor cuál es su intención, aunque su deriva estética sea evidentemente hacia el recato y la moderación, como exponía Alexandra Lores.

Porque es verdad que Rosalía siempre ha empleado la iconografía religiosa en sus álbumes y que la temática de la divinidad es una constante en su carrera. Pero ha pasado de posar semidesnuda para la portada Motomami cantando “segundo es chingarte, lo primero es Dios” a aparecer caracterizada como una monja ligeramente sensual y a declararse “volcel” —célibe voluntaria—.

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Lores, que ya vaticinaba en 2023 la deriva de Rosalía en este artículo titulado Rosalía se baja de la moto: de las uñas infinitas a la sobriedad del puritanismo, explica que el antifeminismo rampante está detrás de la moda del nuncore, del clean face o de las colecciones cada vez menos atrevidas. “Se desautoriza el exceso femenino y se busca una estética aspiracional, que no haga mucho ruido”, añade la periodista. En definitiva, homogeneizar a las mujeres a través de una feminidad moderada. 

Todo esto me lleva a pensar cómo la apuesta monacal de Rosalía en Lux ha sido ampliamente aplaudida pero a Sabrina Carpenter se la acusó de promover la violencia de género.

Carpenter anunció su álbum, Man’s Best Friend, hace unos meses con una portada en la que aparecía ella enfundada en un little black dress y arrodillada ante una figura masculina que tiraba de su cabello como si la estuviese dominando. Algo imperdonable para cierto feminismo que consideró que Carpenter le estaba haciendo el juego a los hombres, estaba cosificándose e incluso romantizaba la sumisión. 

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Quien conozca la carrera de Carpenter sabrá leer esto en la clave inteligente que merece: yo puedo ser una perra contigo en la cama, pero fuera no eres mi dueño. La apuesta de Sabrina Carpenter era divertidísima, camp y osada en un momento en el que la sexualidad femenina se castiga más que nunca si no es con un ánimo de procrear. 

La cuestión es que no he visto prácticamente a nadie decir que Rosalía está promoviendo el fundamentalismo religioso y servir al Dios/Marido. De nuevo, la hiperfeminidad poderosa, salvaje, impúdica y lasciva, como la de Carpenter, fue penalizada al situarla como algo vergonzante, poco decoroso e inapropiado.

Ni Sabrina Carpenter ni Rosalía por sí mismas tienen la responsabilidad de que exista la agenda antifeminista, pero me llama la atención cómo una apuesta hiperfemenina es atacada mientras que otra apuesta de recato y moderación se aplaude. Y, desde luego, Rosalía sí se sitúa deliberadamente en una tendencia global marcada por el conservadurismo, mientras que Carpenter es desafiante para la masculinidad hegemónica. Los hombres desprecian una feminidad como la de Carpenter y solo la toleran cuando pueden fetichizarla sexualmente. 

Esto me lleva de nuevo a la idea del abandono estético como aspiración femenina liberadora. Como si una pudiese liberarse de la mirada masculina y quedarse solo bajo la mirada misericordiosa del Todopoderoso. Y digo masculina porque no en vano Rosalía habló de que ahora es “volcel” —célibe voluntaria—, jugando con esa idea de que lo verdaderamente feminista es no relacionarse con hombres. Y que eso mismo nos acerca a una forma de espiritualidad. 

Ese heteropesimismo conecta con lo divino porque en un momento de malestar femenino generalizado, donde el abandono de la esperanza en un mundo asediado por la violencia masculina parece la única salida, necesitamos la fe. En su libro Hacia una teología feminista, Ivone Gevara señala que esta surge “para calmar la incertidumbre y los temores”. Y entiendo y comparto esa necesidad de fe. Lo que no compro es esta narrativa concreta, según la cual lo espiritual nos aleja del exceso estético y de una sexualidad evidente y desmedida.

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Como alguien que ha estudiado el Antiguo Testamento desde los cuatro años, cómo no voy a encontrar consuelo cuando en Proverbios se dice que las enseñanzas son “hermosa diadema en tu cabeza  y collar en tu garganta”, o cuando se habla del amor, ya sea a Dios o al amante, que viene a ser lo mismo, con el erotismo y la pasión de El cantar de los cantares. No solo no rechazo lo religioso, sino que lo hago mío para habitar este mundo. Pero lejos de la propuesta de Rosalía, para mí lo espiritual no es algo que procede per se de un Dios Todopoderoso o de las Sagradas Escrituras, sino de nosotras mismas. 

Porque la espiritualidad no es una dimensión superior separada de nosotras, sino una dimensión de nosotras mismas. Una que para muchas de nosotras se alcanza con látex, pelucas y tacones mientras gritamos yassss queen en vez de amén. Equiparar la ascensión divina con el abandono de aquellos elementos que son nucleares para muchas personas femeninas —a las que se está persiguiendo o penalizando precisamente por ser consideradas peligrosas por la extrema derecha— me parece una derrota. Y si por algo se caracteriza la espiritualidad es por ser “un aire más limpio”, como escribía Gebara, que permite proyectar la paz y la felicidad no en el más allá, sino acá, en este mundo. 

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