Hasta la despedida la hizo en dos tiempos como en el fútbol. El primero tuvo lugar en el estadio Santiago Bernabeu. Una tarde del mes de abril de este 2023 le dijimos si quería venirse con nuestra familia a ver el partido del Real Madrid contra el Chelsea. El abuelo Leo no podía acudir así que le pregunté si se animaba a ocupar su plaza. Dudó solo unos minutos. Ese mismo día había recibido un “chute de quimio e inmuno” como llamaba él a la nueva fase del tratamiento contra el cáncer que estaba recibiendo. Me mandó una foto enchufado a varios sueros en una sala del hospital acompañado de un breve texto: “Ya es corto. Son solo 40 minutos y no cinco horas”. Al rato entró otro mensaje con varios emoticonos (guerrero con antifaz y antebrazo en modo fuerza) : “Claro que me apunto. ¿En qué puerta del Bernabeu nos vemos?”. Verle llegar fue un “un chute” de alegría para nosotros. Justo antes había mandado un whatsapp con un “espero que me reconozcáis” en alusión a las secuelas del tratamiento en su pelo. Yo le correspondí con un insulto cariñoso.
No tenía ya la mítica barba pero venía con una energía tremenda. Caminaba rápido y nervioso hacia la entrada desde donde le hacíamos señas con los brazos y las manos. Llevaba una gorra beige, un chubasquero verde y su camiseta morada del Real Madrid. La de la suerte. La que ha tenido colgada en el comedor de casa en las noches importantes. La que esos días presidía, según decía, su pequeño altar.
No recuerdo ni el resultado de aquel partido a pesar de que era una de esas noches de fútbol eléctrico y decisivo para los locos de este deporte, entre los que nos encontramos. Aquel día de abril de este año en realidad habíamos quedado para celebrar la vida. Para que nos contara cómo iba todo. Para que se cabreara con los pases largos y con las no-novedades de Mbappé. De vez en cuando girábamos la cabeza para ver qué tal estaba. Y solo veíamos la sonrisa pícara de quien espera un golpe de suerte en el último momento. De quien espera un gol en el minuto 93, de quien sabe que las remontadas siempre son posibles hasta el pitido final. Pero también era la sonrisa de quien defiende que, si la remontada no llega, el viaje acompañado de esperanza habrá merecido la pena. A veces parecía que hablaba de fútbol por WhatsApp. Pero en muchas ocasiones esos mensajes querían decir otra cosa. El equipo de su vida era la metáfora perfecta cuando la cosa se atascaba en lo demás. La gente que ama el fútbol con tanta pasión como él, entenderá de lo que hablo. Y quienes admiren a Lobo también.
Hace más de un año, cuando empezó la guerra de Putin contra Ucrania le llamé para invitarle al programa especial de El Objetivo que estábamos preparando a contrarreloj. Todavía no estaba enfermo. Su nombre fue de los primeros que nos vino a la cabeza a todos en el equipo. No sólo por su larguísima experiencia como corresponsal de guerra (Irak, Yugoslavia, Ruanda, Afganistán, etc…) sino porque, entre todas las maldades humanas sobre las que escribió, también estaba Chechenia. Acudió siempre que le llamábamos. Era una maravilla contar con alguien de su experiencia, su perspectiva global de todos esos conflictos y su mirada sobre las víctimas.
Sin embargo, unas dos semanas después ocurrió algo. En La Sexta seguíamos haciendo especiales y un día se negó a venir. Mi equipo decía que no había manera de convencerle. Así que le llamé. Y según me empezó a explicar me entró la risa. Esa noche el Madrid se jugaba una eliminatoria en la Champions. Y Lobo no solo quería verlo. Era muy supersticioso según descubrimos. Al más puro estilo argentino con la cábala, tenía que ver los partidos decisivos siempre en el mismo sitio. Siempre en su casa. Siempre comentando con una vecina que también estaba viéndolo. Siempre con la camiseta morada. Y esta vez no estaba dispuesto a romper la tradición ni por amistad ni por trabajo. El Madrid estaba por encima. Pero al final le convencimos milagrosamente y vino al programa. “Te denunciaré en Twitter si el Madrid pierde” me soltó riéndose. Le prometimos que, hasta empezar el directo, podía verlo en la antesala del plató con la camiseta morada y con lo que quisiera. Ese resultado sí lo recuerdo. El Madrid remontó una derrota en una noche para la historia. El equipo había dado la vuelta al marcador con Lobo entrando al plató de El Objetivo y compartiendo noche creo recordar, que con Kasparov, que nos dio una entrevista. Así que, a partir de entonces, ya no tendría excusa. Tendría que venir al programa siempre que le llamáramos si quería que el Madrid ganara la Champions. Aquella promesa se convirtió en una broma recurrente cada vez que el Madrid jugaba y teníamos programa.
Eso ocurrió en abril de 2022. Cuando pasó el verano le escribí para invitarle a dar una charla a periodistas jóvenes. Me respondió rechazando amablemente y con un misterioso “estoy metido en una aventura peligrosa de la que ya te daré cuenta en cuanto pueda”. Poco después me contó que tenía cáncer. Había comenzado un nuevo viaje. Más incierto que los que le habían llevado por medio mundo. Cada paso que daba en el tratamiento mandaba un audio a los amigos para explicar cómo estaba y no tener que ir uno a uno. Si alguno insistía, él daba más detalles: “¿Cómo vas Camavinga?” le pregunté uno de esos días. “En combate como el Madrid” respondió.
Entre ciclo y ciclo no perdía el hilo de la vida. Incluso este año había viajado a Venecia. Tampoco había manera de que soltara Twitter. “Jardines Lobo” lo llamaba. Cuando arreciaba la tormenta se ponía siempre delante para evitarme a mí y a otros colegas algunas balas. Algunos le regañábamos por el teléfono. Y casi siempre me contestaba con algún guiño sobre el fútbol: “La pregunta clave es ¿vamos a fichar a un delantero?”.
La segunda despedida de Ramón Lobo
El segundo tiempo de la despedida fue hace unos días en el hospital. Nos escribió preguntando por Mbappé pero en realidad contaba que no había buenas noticias. Fuimos a darle un abrazo. Allí había varios amigos. No paraba de hablar a pesar de tener que llevar oxígeno. No parecía que el desenlace fuera a ser tan rápido. Pero al marcharnos a todos nos quedó la misma sensación. Se estaba despidiendo. Esta vez de manera definitiva. Cuenta su gran amigo Willy Altares, que desde hace tiempo hablaba de otra manera de la muerte. La otra tarde mostró una lucidez increíble al contar cómo imaginaba lo que faltaba del viaje bajo la mirada atenta de Paula, la hija de María. Sobre todo repetía que quería terminar el último libro. Le faltaba poco y según me dice otra de sus grandes amigas, Gemma García, lo ha conseguido.
Quienes tuvimos la suerte de conocerle un poquito siendo ya un maestro del periodismo nos quedamos náufragos. Así que ahora aprovecharemos para recomendar más aún sus libros y artículos que tanto bien han hecho al oficio al que se entregó. Y también para pedir al Real Madrid que le dedique alguna que otra bella remontada.