Por Ana María Plana Caloto, Profesora de Secundaria.
Pondría la mano en el fuego (y no me quemaría) si afirmara que todos los docentes quieren volver en septiembre a las clases presenciales. Es un sentir general en todos los arranques de curso (la docencia es una profesión tremendamente vocacional) y en este más que nunca. Necesito, además, afirmarlo así de rotundamente cuando, tras la convocatoria de huelga (un derecho constitucional) realizada por los principales sindicatos, se ha cuestionado desde determinados sectores nuestra profesionalidad.
Quiero volver a la tiza porque la educación es un derecho y tengo la sensación de que el coronavirus nos robó el curso pasado. En marzo, se suspendieron las clases presenciales y hubo que improvisar hasta junio para que los alumnos no perdieran el año. Los docentes pusimos todos los medios a nuestro alcance: nuestro trabajo (muchas, muchísimas horas como las que echó todo aquel al que le tocó teletrabajar), conocimientos (incluso actualizándonos con cursos sobre herramientas tecnológicas que la administración ofertó admirablemente de manera exprés), equipos informáticos particulares (a veces desfasados e incluso escasos si el docente en cuestión tenía, además, hijos en edad escolar y «tele estudiando»), conexión wifi y teléfonos personales…
Pero, a veces, no fue suficiente. En el proceso perdimos alumnos. Algunos porque enfermaron (o enfermaron sus familiares): se les apoyó (y no solo en lo académico) cuando pudieron retomar los estudios. Otros no podían permitirse el lujo de las clases online. Y los docentes los localizamos para que los institutos (y, ojo, aquí la administración también estuvo a la altura) les prestaran medios informáticos. En junio, cuando se pudieron abrir los centros, se atendió presencialmente a los más rezagados.
Otros alumnos, quizá por la laxitud de la circunstancia si los padres trabajaban (las familias son siempre nuestros grandes aliados), decidieron vaguear. Tuve un alumno que la primera vez que se comunicó conmigo durante la cuarentena fue a mediados de abril, cuando la ministra Celaá habló de que la repetición de curso sería la excepción, para asegurarse lo del supuesto «aprobado general».
Anécdotas aparte, creo que, de marzo a junio, y a pesar de todos los esfuerzos, la escuela perdió algo de esa gran misión de hacer realidad lo de la igualdad de oportunidades. Desde casa esto es más difícil porque no todos vivimos en las mismas condiciones. Leía estos días en la CNN que durante la epidemia de gripe de 1918, ciudades como Nueva York decidieron abrir las aulas precisamente para evitar el hacinamiento y las condiciones de insalubridad en las que vivían algunos niños. Salvando la distancia histórica y contextual (abismal sin duda), no es lo mismo el «tele cole» para un niño que viva en el distrito de Retiro que para otro de la Cañada Real. Y precisamente porque creo en la educación como herramienta de igualdad y motor de cambio, quiero regresar cuanto antes a las aulas.
También quiero volver porque tenemos mucho trabajo pendiente y debemos repasar lo aprendido en los meses de enseñanza en línea. Una broma de la profesión es que en septiembre van a aparecer algunos «aprobados asintomáticos«, es decir, alumnos que han pasado sus exámenes sin síntomas de tener los conocimientos. La administración prometió clases de refuerzo en julio que no se dieron, pero no porque los profesores nos fuéramos de vacaciones. En la pública, los funcionarios, en el mes de julio estamos «a disposición de la administración». Esto significa que, por ejemplo, un docente puede ser llamado para formar parte de un tribunal de oposición y no puede negarse. Los equipos directivos pasan ese mes organizando el curso siguiente. Si hubieran llamado desde las Direcciones de Área territorial a algún profesor o maestro para dar clases, habría tenido que asistir quisiera o no. Pero no se llamó a nadie. Así que, me temo que vamos a tener que remangarnos y trabajar duro desde el primer día de clase.
También ansío la vuelta porque no comenzar en septiembre supone no conocer a nuestros alumnos. A día de hoy, ni los funcionarios veteranos con destino definitivo en el mismo centro desde hace años saben a qué grupos van a dar clase. Menos aún los profesores en expectativa o los interinos que desconocen aún en qué centro trabajarán dentro de una semana. Estas son las condiciones laborales del gremio en general. Además, si no comenzamos las clases presenciales en septiembre, los niños se irán a casa sin los libros nuevos del programa Accede (en el caso de la Comunidad de Madrid). Cuando los recursos tecnológicos son precarios, la letra impresa es de gran ayuda.
Si no podemos pisar las aulas en septiembre no podremos ponernos de acuerdo en el Claustro sobre qué herramientas emplearemos si necesitamos la tele docencia (para no complicar aún más la vida a las familias). Aplaudo que se haya mejorado EducaMadrid (la plataforma de gestión de aulas virtuales y demás recursos de la Consejería) que se colapsaba en los primeros meses de la cuarentena. Y espero que sea la vía que se utilice mayoritariamente, llegado caso, por ser libre y porque es acorde con la ley de protección de datos (¡datos de menores, ojo!).
Por último, quiero volver a las aulas porque no quiero ir a la huelga. Espero que, cuando me incorpore el día 1 se hayan tomado medidas. Sé que algunos ayuntamientos han realizado obras de mejora en algunos centros y que estarían gustosos de ceder instalaciones de polideportivos, centros culturales y otras dependencias municipales para ayudar en esta situación excepcional. Quiero pensar que los dos mil millones de euros que el gobierno prometió en junio a las comunidades autónomas podrán ser invertidos, en parte, en ampliar la plantilla de maestros y profesores. Y aunque la reunión del 27 de agosto entre el ministerio y la comunidades se nos antoje (permítanme el símil) como lo del alumno que se da el atracón a estudiar la noche antes del examen, espero que de ahí florezca un acuerdo que haga factible la vuelta al cole en septiembre.
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