Opinión | El arte del Kintsugi y George Minot: Retales de un 2020 convulso

sanitario COVID-19 mascarilla
FOTO: EFE.
Tiempo de lectura: 19 min

Por Amparo Iraola, médico de familia y oncóloga

Publicidad

[Para maridar | Preludium in C Major (Variation). J.S Bach.]

Es un sábado de finales de año. Pronto para lo que es el ritmo de fin de semana de este país.  O lo que era el ritmo de fin de semana en un pasado no remoto. Son conscientes del  privilegio que supone vivir en una zona de clima templado. Aún así, las previsiones  meteorológicas anuncian lluvia y, aunque es verdad que el clima es benevolente, la  humedad se cala en los huesos, especialmente al final de la tarde.

Hace casi un año que no se han reunido y hoy se han lanzado. Una terraza de una calle poco  transitada, pese a estar en un barrio cool que normalmente es un hervidero de gente. Y a una hora demasiado temprana, incluso para un tardeo. “Vamos a tener que aprender a  cenar a hora alemana… Uf…”.  

Son seis y van muy protegidas. Doble mascarilla, quirúrgica y FFP2 (la que ha venido en  metro), mascarillas FFP2 el resto. Se podría decir que son ya como su segunda piel. Hidrogeles por doquier que se confunden con los vasos y sillas separaditas. En el ambiente  la alegría del reencuentro junto con la preocupación por el futuro y el cansancio extremo de  las ultimas horas, las ultimas semanas y, en definitiva, los últimos meses.  

En la mesa se reúnen representantes de tres hospitales valencianos, una representante de Atención Primaria, una profesora titular de la Universidad de Valencia y una representante  del núcleo económico por excelencia de nuestra tierra: el turismo.  

Publicidad

En la conversación se entremezclan anécdotas personales, bromas y análisis de la situación  actual de la COVID-19. La primaria desbordada, el turismo en stand by y con él el desastre económico, la Universidad adaptándose como puede (la profesora lo es del grado de  fisioterapia, profesión manual por excelencia, donde las prácticas con contacto físico son fundamentales) y los hospitales… En fin. Hay dos urgenciólogas en la mesa. Una, además,  es jefa de servicio, cargo que le llegó apenas unos días antes de decretarse el estado de  alarma en marzo, teniendo que hacer un sobreesfuerzo personal de adaptación al entramado  burocrático-administrativo al mismo tiempo que al de una pandemia para la que ningún  profesional sanitario nació preparado.  

Ocho meses después, sigue el tono triste de su voz cuando reconoce el drama de ingresar a  pacientes extremadamente graves, muchos de ellos ancianos, que estarán solos en la  enfermedad y muchas veces, demasiadas aún hoy, en la antesala de la muerte. Pero ocho meses después, puede afirmar con orgullo que ni en lo peor de la pandemia perdió a ninguno de sus compañeros. Ni cuando faltaba material, recursos y planes de actuación y  adaptación de los espacios (que hubo que organizar y adaptar a marchas forzadas) ni en la segunda ola que arrasó, al menos por estos lares, mucho más que la primera. 

Al menos eso.  

“Ahora no lo ves, MJ, pero cuando dentro de unos años eches la vista atrás, te darás cuenta de la hazaña que hiciste”.  

Ocho meses después, puede afirmar con orgullo que ni en lo peor de la pandemia perdió a ninguno de sus compañeros.

Publicidad

La otra urgencióloga es otro ejemplo de resiliencia. Ha adaptado su horario a las  necesidades del servicio en varias ocasiones a lo largo de estos meses, y con él el horario de  las clases universitarias que imparte y la atención en su consulta privada. Cambió la  atención urgente por la atención de pacientes ingresados en las “salas COVID” en la  primera ola, puesto que es especialista en Medicina Interna, es decir, todóloga. Salas a las  que muchos compañeros con formación adecuada y/o afín no se acercaban ni con un palo.  

Compañeros que en su hospital bautizaron con el nombre de duchaditos  

El término no puede ser más adecuado y aplicable a todas las esferas de la vida: de hormiguitas currantes y duchaditos está lleno el mundo.  

Discute en un momento de la conversación con la amiga fisio. “Lo peor es tener que elegir  lo que es más urgente y más grave. Y ya si tienes que ver qué posibilidades reales tiene de  salir ese paciente en comparación con otro en su misma situación de gravedad, ni te cuento”. La conversación gira en un momento dado no tanto a la atención urgente, sino a lo  que supone centrar toda la atención sanitaria en la COVID-19, retrasando la asistencia de todo  lo demás. “A diferencia de la primera ola, donde todo lo que llegaba a urgencias era COVID-19, ahora la COVID-19 se junta con la patología convencional. Eso satura todo: las  urgencias, las UCIs y el normal funcionamiento de los hospitales. Retrasa todo y el  problema no va a ser solo ahora; el problema vendrá también después, cuando empiece a  morir gente por no haberse diagnosticado a tiempo las patologías graves como los  tumores”.  

Publicidad

La fisioterapeuta no lo acaba de entender: “Pero si uno tiene una enfermedad grave, digo  yo que tendrá preferencia sobre lo que no lo sea ¿no?. Se operará antes al que tiene un  tumor que al que tiene un uñero”. “Sí, pero no se sabe cuándo podrá ser. Porque ahora el  hospital está volcado en atender al que entra por urgencias y se te muere. Literalmente.  Uno podrá tener un tumor muy agresivo, pero el que te viene ahogándose con una  neumonía bilateral por COVID-19 y necesita ser intubado y pasar un mínimo de tres semanas  en la UCI, se te está muriendo ahora. Y hasta que ese paciente no salga de la UCI o de la REA y deje hueco físico y anestesistas e intensivistas para atender al resto de pacientes, no se podrá operar con normalidad”. 

En la otra punta de la mesa, una oncóloga que trabaja en un centro específico y puntero en  la atención del cáncer, asiente. No ha acabado el año y ya están atendiendo a pacientes oncológicos perjudicados por la COVID-19, no (sólo) por haberse contagiado, sino por los  retrasos que ha supuesto en el diagnóstico y en la atención de los ya diagnosticados de  cáncer el tener que cambiar la forma de trabajar por la pandemia.  

Verdaderos dramas que ve cada día. 

Dramas que también ve en Atención Primaria la cuarta integrante de la mesa. Hace meses  que su horario se ha ampliado en horas y horas dedicadas a la labor de rastreador sin  medios, lo que equivale a decir que es un marinero achicando agua en mitad de un barco  que se hunde. Meses en los que a pesar del desgaste, de las noches de insomnio, del  agotamiento, la queja de los usuarios no mengua. Meses en los que el desprestigio de la  Atención Primaria arrastrado durante años, le pesa más. Labor de rastreo, identificación de  casos, derivación de casos graves y seguimiento posterior de las altas. También dejando de  lado la atención no-COVID, siendo una gran parte de esta atención la atención a la  cronicidad y a la vejez.  

Lidia, como lidian todas, con la atención a su propia familia, allegados y amigos. Sabe que  hay ancianos de su entorno que no han visto a su médico en meses y, como las demás,  ayuda en lo que puede, sea de forma presencial o telemática.  

Aun sabiendo que pierde la objetividad con la familia.  

Otra carga más.  

La amiga que trabaja en turismo intenta poner el foco en la tragedia de la crisis económica.  Nadie la niega. Pero no pueden ser imparciales en la dualidad economía o salud. No con lo  que ven en sus trabajos cada día. No cuando contabilizan los muertos en decenas y los  enfermos con secuelas los tienen grabados a fuego en su memoria. Todas optarían por un  confinamiento más estricto, especialmente en las fiestas que se aproximan. Se sienten mal  por estar ahí, en esa terraza. Pero hace tanto tiempo que su vida se ha reducido de ir del  trabajo a casa y de casa al trabajo, que saborean ese pequeño rato como quien disfruta de un  manjar.  

Aún alucinan si piensan en el último año.  

Recuerdan la última vez que estuvieron todos los amigos juntos, en la caseta de la huerta de  un de ellos, compartiendo risas y paella. Fue un sábado a finales de febrero. La jefa de  urgencias en ciernes acudió preocupada a aquella comida después de haber trabajado por la  mañana. Había tenido una reunión con dirección esa misma mañana porque en la 

Conselleria estaban atacados por la que se veía venir. En La Rioja, País Vasco y Madrid empezaban a estar fatal.  

Dos semanas después se decretó el estado de alarma y sus vidas siguieron entre la  preocupación por tener equipos de protección y la necesidad de elaborar algoritmos de  actuación ante la llegada de pacientes sospechosos, que aprendieron a identificar sobre la  marcha porque no había test PCR para todos. Cuadros clínicos que podían ser cualquier  cosa. Síntomas que no encajaban con enfermedades conocidas (como la anosmia o la  ageusia). Insuficiencias respiratorias agudas ultrarrápidas y letales. Radiografías de tórax  espantosas que presagiaban lo peor. Como una bola de nieve, empezaron a organizarse de  forma multicéntrica grupos de trabajo y difusión de información que pudieran ser útiles.  Servicios y especialidades médicas afines compartían experiencias e información. Se  elaboraban algoritmos de actuación a marchas forzadas que circulaban por las redes desde  todos los rincones y hospitales de España. La experiencia de unos servía a otros y viceversa.  

Ese fue el principio de una larga primavera llena de trabajo y estudio a contrarreloj.  Sesiones interminables de charlas y coloquios con las cosas que se iban descubriendo de  este nuevo virus y la enfermedad que provoca. Se aprendió en tiempo récord a conocerlo.  Al menos en sus primeras fases. Y se aprendió a manejarlo. El virus no ha sido menos letal en esta segunda ola, pero se ha aprendido sobre la marcha a manejar las complicaciones  letales que provoca. Y aún así sigue siendo una lotería a cara o cruz a vida o muerte cada  infección. Y el país va por los más de 75000 muertos que se han quedado en el camino y  rara es la persona que no haya tenido un caso cercano.  

Con todo, el futuro es esperanzador. Apenas ha pasado un año y la investigación ha hecho  posible que estemos a las puertas de poder empezar a vacunarnos.  

Visto en perspectiva, en una año hemos vivido lo que en otras enfermedades se ha  producido en décadas. Da vértigo pensarlo.

El debate hoy (¡quien lo hubiera dicho en marzo!), más allá de apelar a la responsabilidad  individual para evitar una tercera ola peor aún que las dos previas, se centra en las vacunas.  Las formas de la industria por anunciar sus avances, con el interés de las ganancias en bolsa  detrás de ello, no han sido las mejores para quienes ven en todo esto un negocio. Pero si  nos abstraernos de este hecho, pensar en cómo se ha desarrollado este año la investigación 

es apasionante. Cómo se puede cooperar en la investigación (investigación en paralelo) sin  renunciar a la competencia, pero anteponiendo la colaboración ante una crisis mundial.

[Para leer | Developing Covid-19 Vaccines at Pandemic Speed]

Todo empezó con una neumonía atípica en China. Poco más de un mes después se tenía  secuenciado el virus y, a partir de ahí, se empezó a colaborar en la elaboración de un  tratamiento preventivo de la infección que le haga frente (eso es, ni más ni menos, la  función de las vacunas) puestos todos los pasos del método científico a toda máquina. Sin  fronteras. Toda la información puesta en red. La clínica y la no clínica.  

“Vosotros clínicos poneos las pilas en ir tratando a los pacientes y viendo cómo se las  da el virus ese, que nosotros desde el laboratorio os cubrimos y no paramos en  investigar cómo neutralizarlo ayudando a nuestro sistema inmune”.  

Un esfuerzo titánico en apenas 13 meses.  

“¿Pensáis que las vacunas serán seguras? ¿Vosotras os vacunareis?” pregunta la fisio.  Las cuatro médicas se miran. Es la pregunta obligada. La pregunta del millón.  

“Os voy a contar una cosa”, dice la oncóloga. “¿Os acordáis de Pascual-Leone, el que nos daba (es un decir) Neuro en quinto de carrera?”. “Como para olvidarlo!”, le contestan. “Sí, eso. Pues toda mi vida me he acordado de una historia que nos contó en clase sobre el descubridor  de la insulina. La historia era: un investigador de la anemia perniciosa, enfermó a principios de los años 20 de diabetes. Consultó con un amigo experto quien le restringió la  ingesta a 570 kcal/día y le confinó a una cama, obligándole a cesar toda actividad a la  espera de los estudios de otro grupo de científicos que estaban investigando el tratamiento de la diabetes. Era eso o morir en semanas. En 1921 se descubrió la insulina y este  científico empezó a tratarse. El resultado es que sobrevivió lo bastante para descubrir la  relación entre la anemia perniciosa y la falta de vitamina B12, lo que le valió un Nobel”. 

George Minot es el hombre que con 35 años enfermó de diabetes, enfermedad letal en su  época. No tuvo otro remedio que confiar en la ciencia médica, gracias a lo cual pudo seguir  viviendo continuando su propia investigación, que supuso un enorme avance para la  Medicina. Desde la superioridad que nos da contemplar la historia con los ojos del presente,  esta anécdota nos puede parecer una nimiedad. Pero cada año enferman en el mundo 425  millones de personas de diabetes (el 8,8% de la población mundial) y gran parte de los  pacientes sobreviven con esta enfermedad, hoy día catalogada de crónica gracias a la  insulina.  

“¿Qué te quiero decir con esto, Gema?”, le dice a su amiga mirándola a los ojos desde la  otra punta de la mesa (este año han aprendido a mirar fijamente a los ojos de la gente), “que ahora mismo, no nos queda otra que confiar en la ciencia. Así que mi respuesta es sí. Yo  me vacunaré. Y vacunaré a mi familia, porque con la vacuna tienen la posibilidad de no  contraer la enfermedad, pero sin ella, son grupo de riesgo para enfermar y grupo de riesgo  (por edad y pluripatologías) para no contarlo”. 

La Ciencia es esa sala de estar neutra donde quienes trabajan en ella y con ella se pueden refugiar los días en que caen fuera chuzos de punta, bien sea chuzos de irresponsabilidad  individual, colectiva, política o familiar (que también los hay). El lugar de serenidad en las  largas horas de marzo-abril, cuando ningún sanitario de este país (al igual que los del resto  del mundo) entendía nada y sólo les consolaba el estudio del aislamiento de los suyos, del  miedo al contagio y de la soledad.  

Uniforme de ‘guerra’. | Amparo Iraola.

Pero volvamos a las vacunas.  

Nunca se ha llevado a cabo en tan poco tiempo un proyecto de tanta envergadura como el  que supone inmunizar a la mayor parte de la población mundial frente a una enfermedad  tan novedosa como tremenda. No tenemos tiempo para valorar la efectividad de las vacunas  a muy largo plazo. Es decir, no podemos esperar 5 años a ver durante cuánto tiempo dan  inmunidad; si ésta es como la que confiere la vacuna de la gripe o si, por el contrario, dan  una inmunidad más duradera. El virus está en activo ahora, nos está matando ahora.  Necesitamos inmunizarnos ahora y salir de este atolladero ahora. Mañana puede ser  demasiado tarde.  

En cuanto a la seguridad, como dice Margarita del Val, “si se aprueban, las vacunas serán seguras”. Habrá que confiar en las Agencias Reguladoras, que exigen que los fármacos  cumplan con todos los estándares de calidad y seguridad. Esto no ha cambiado con el  coronavirus, sólo que se ha desarrollado de una forma mucho más rápida, como todo en  estos trece meses. Con los trabajos de los diferentes equipos de investigación más  solapados, compartiendo información casi al minuto. Nunca en la historia se había dado una situación así, tan  urgente, tan apremiante. Que se haya tenido que dar ahora por las circunstancias, no le quita  rigor al método científico, ni validez a los estudios de aprobación de las vacunas. Tampoco  infravalora el interés económico que tiene detrás la industria farmacéutica.

Pero  precisamente por ese interés, son los primeros que desean que la cosa salga bien. A fin de  cuentas no sólo está en juego la credibilidad de las vacunas frente al SARS-CoV-2. Está en  juego la credibilidad y la aceptación de todas las vacunas. La mayoría de la población  desconoce que, una vez comercializadas, se inicia la fase IV. Es decir: superadas las tres  fases previas de la investigación, durante la fase IV se sigue investigando y se siguen registrando datos: entre ellos, los posibles efectos adversos (no hay ningún fármaco 100%  seguro, de ahí que esta fase sea fundamental) y la efectividad; y esto va más allá del interés  de los gobiernos y los gobernantes. Esto es, ni más ni menos, el método científico y las  estrictas normas de las agencias reguladoras.  

En la mesa que estamos observando desde el principio de este texto, coinciden las  ocupantes en el cansancio mental que arrastran, la paciencia agotada y la frustración, pero  también en la resiliencia que han descubierto en ellas mismas a la fuerza. Han pasado por  todos los estados anímicos posibles, han aprendido sobre la marcha a sobrellevar el miedo y  la tristeza, también la irascibilidad y el desencanto que les dejó la acentuación de la fractura  social después de la primera ola. Ven con preocupación y pena el futuro. Como muchos.  Especialmente ven con inmensa tristeza el destrozo del Sistema Nacional de Salud y no ven una opción realista de reorganizarlo, porque quienes deberían hacerlo están mas  preocupados en ganar votos desprestigiando al contrario que en estructurar la  reconstrucción.  

En medio están los pacientes, solos, y ellas, que también se sienten solas. Frente a laenfermedad, sí, pero también, cada vez más, frente a las quejas de los enfermos que las perciben como parte del problema.

En medio están los pacientes, solos, y ellas, que también se sienten solas. Frente a la  enfermedad, sí, pero también, cada vez más, frente a las quejas de los enfermos que las perciben como parte del problema, sin pararse a pensar en cómo salvamos la sanidad entre  todos, ciudadanía y profesionales; generándose, además de un ambiente muy crispado, un  problema mucho mayor y peligroso a medio-largo plazo: la pérdida de la alianza terapéutica, no sólo frente a la COVID, sino frente a todas las enfermedades que no han  desaparecido este año, ni van a desaparecer. 

El futuro, pues, pasa por el Kintsugi, ese arte japonés que consiste en reparar con polvo de  oro las cosas que se rompen, no para que sean iguales a las originales, sino para que sean  algo que, sin perder la esencia inicial, sea nuevo, más bello, más sabio, más resistente.  

Recomponer nuestras vidas con las cosas que aprendimos de este año que se nos volvió en  contra, destruyendo todo aquello que creíamos sólido, empezando por nuestra forma de  vida. Y confiando. Confiando en que, como otras veces antes en la Historia, la humanidad  encontrará esa grieta necesaria para renacer. Hay miles de centinelas que desde sus  pequeñas parcelitas están trabajando, incesantemente, incansablemente, para ello.  Científicos y no científicos. Muchos.  

Acaban la cena-tardeo disfrutando de ese precioso momento no virtual que pueden compartir después de tantos meses, apostando por el futuro de la investigación y por el  presente que ha mantenido a casi todos los suyos a su lado pese a todo, redescubriendo con  ellos las múltiples formas en las que el cariño puede ser mostrado más allá del afecto físico, desde los “abrazos de codo” hasta los besos virtuales.  

Acaban con risas y planificando viajes y quedadas a meses (muchos meses) vista. Y mientras, el mundo, con su ritmo frenético y desbocado, se acerca al 2021.  

0 Comentarios

Ya no se pueden publicar comentarios en este artículo.