Por Borja Bergareche, socio de comunicación corporativa en la consultora Harmon Corporate Affairs. Fue corresponsal de ABC en Londres en 2011-2014.
El entonces príncipe Carlos y Rihanna coincidieron en noviembre de 2021 en las celebraciones de la proclamación de la república de Barbados, la isla caribeña en la que nació la artista. Era el último día de reinado de los Windsor sobre su antigua colonia. Barbados, uno de los 56 países que conforman la Commonwealth, había decidido adoptar la forma de Estado republicana y renunciar, por tanto, a la Reina de Inglaterra como soberana. Aquel día, el septuagenario representante de la Corona y la cantante treintañera charlaron animadamente (es un decir), sonrientes detrás de sus mascarillas covid. Hoy, la luz menguante que irradia la monarquía británica sin Isabell II a la cabeza hará que Carlos III no reine sobre la autora de ‘We found love’.
Isabel II creció como un gigante político del siglo XX y muere como incontestable icono pop del siglo XXI. Irrepetible. Una figura que, durante siete décadas, ha poblado, de noche, los sueños de los británicos con su diminuta familiaridad y, de día, los televisores del mundo entero con su misterioso halo de monarca universal. Sin embargo, su reinado se ha caracterizado, sobre todo, por una dolorosa pero eficaz gestión analgésica del declive del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. “Esta dama digna y consciente de su alta responsabilidad institucional administró la decadencia progresiva, lenta, pero implacable, de los restos del Imperio británico”, escribía estos días José Antonio Zarzalejos en El Confidencial.
Solo quedan catorce países de la “anglosfera”
El mantenimiento de la reminiscencia imperial que tan bien logró estirar Isabel II termina en Carlos III, con quien veremos una monarquía más insular, más local, y más prosaica. Tras la transformación constitucional de Barbados, ya solo quedan catorce países de la “anglosfera” que, además del Reino Unido, tienen como jefe de Estado al nuevo rey de Inglaterra, incluidos Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Y es más que probable que su hijo Guillermo, llegado el momento, herede una Corona aún más pequeña si, tal y como se espera, Antigua y Barbuda, Bahamas, San Cristóbal y Nieves, Jamaica y Australia -donde, a diferencia de Canadá, el republicanismo late desde dentro del sistema- siguen los pasos de la patria natal de Rihanna. “Isabel es un icono mundial, algo que Carlos III jamás será”, decía Charles T. Powell, director del Real Instituto Elcano, en ABC.
El reinado de Carlos III tendrá un sabor más insípido y local porque el mundo es diferente, sí; pero, sobre todo, porque hereda un reino sacudido por crecientes fuerzas centrífugas que le forzarán a mantener una orientación doméstica. Los efectos del referéndum escocés de 2014, aceptado de forma indolente por el entonces primer ministro David Cameron, apretarán cada vez más las costuras del Acta de Unión de 1707 por el que se “fusionaron” ambos reinos. Las tensiones territoriales provocadas por el Brexit en 2016 alejan a Londres del resto del país; separan el norte y el sur de Inglaterra; y empujan hacia fuera a Gales e Irlanda del Norte. Para completar este inquietante mapa de la desunión, el conflicto con la Unión Europea por la aplicación de los protocolos en Irlanda del Norte, sumado al peso creciente del Sinn Fein en la República de Irlanda, han situado en el ámbito de lo políticamente posible la reunificación de la isla irlandesa.
Y aquí es donde entran en juego consideraciones más personales. Isabel II, como recordó Boris Johnson en la Cámara de los Comunes, “enseñó al mundo entero, no sólo cómo reinar sobre un pueblo, sino cómo dar, cómo amar, y cómo servir; sabía cómo mantenernos en marcha en los tiempos más difíciles”. Con Carlos, todo será más prosaico. Es una persona demasiado culta, y demasiado maniática, para ser querido por todos. Y llega al trono con un hándicap irremediable: conocemos cómo piensa. Tina Brown, exdirectora de Vanity Fair y de The New Yorker, lo explicaba así en The New York Times: “En un tiempo en el que todo el mundo tiene opiniones, la Reina asumió la disciplina de nunca revelar las suyas. El Rey Carlos III nunca tendrá la mística de su madre, porque sabemos demasiado sobre él”.
Una etapa llena de retos para la monarquía con Carlos III
Así, la monarquía británica perderá con Carlos III para siempre la capa de pompa y misticismo que tanto ha servido para tapar las imperfecciones mundanas de los “royals”. Carlos III tendrá el reto de conectar con la realidad multi-étnica de la actual sociedad británica, con las dudas que genera al respecto el destierro implícito al que condenó a su hijo Enrique y su mujer Meghan Markel en su primer discurso. Tendrá que resolver, además, la contradicción que le genera ser el jefe de la iglesia anglicana si aspira a ser querido por sus súbditos de otras religiones. Y deberá, sobre todo, contener sus conocidos impulsos de príncipe caprichoso sobre los ministerios que gobiernan en su nombre. Pero que no se precipiten los lectores más republicanos: si algo caracteriza a la monarquía británica, y a su sistema institucional en general, es su capacidad milenaria de adaptación.
El mecanismo de pervivencia arranca en el desapasionado apego a la tradición de los británicos. En un país sin constitución escrita, se sustancia en el implacable peso de esos protocolos centenarios que vemos en acción estos días. Y lo encarna una casta de mandarines profesionales del Royal Household (Casa Real) y Whitehall (ministerios y Administración) cuya única función es su celosa aplicación para garantizar la continuidad del sistema. La falta de una carta magna la suple en el Reino Unido la obra del archicitado Walter Bagehot, historiador y periodista, y autor de “The English Constitution”.
Quien fuera director de The Economist entre 1860 y 1877 dividía la constitución en dos ramas. La monarquía representa la rama “dignificada”, cuya función es simbolizar el Estado mediante pompa, carruajes y ceremonias. El poder Ejecutivo, el Legislativo y la Administración constituyen la rama “eficaz”, responsable de dirigir el funcionamiento del país y los servicios públicos. Dos caras de una misma moneda. “La rama dignificada gobierna a través de la poesía, y la rama de la eficacia a través de la prosa”, escribía Bagehot. Mi opinión es que Guillermo será rey cuando muera su padre. Pero, en la corte, esta monarquía suena ya con rima estropeada. Y, en la ciudad, la política truena en prosa seca, sin lírica imperial ni épica unitaria.