ANÁLISIS | Mascarilla en el transporte, adiós al último símbolo de una pandemia que se resiste a acabar oficialmente

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Adiós a la mascarilla obligatoria en el transporte público. Último reducto europeo que las mantenía, tras decaer su mandato en Alemania y Grecia. Y, aún así, 994 días después, los cubrebocas se resisten (seguramente de forma temporal) a abandonar el paisaje del todo.

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Autobuses, trenes y metros se ven aún moteados de rostros que, por primera vez en dos años y ocho meses, se enmascaran voluntariamente. Un gesto que revela cómo para un segmento de la población, esos centímetros cuadrados de poliéster se erigen en ritual de seguridad y símbolo de lucha individual contra una pandemia que, técnicamente, no ha acabado; pero que es ya más un mal recuerdo que un presente.

Explicaba hace unas semanas la filósofa e inmunóloga del CSIC Matilde Cañelles en Newtral.es que estamos en una fase en que las decisiones individuales ganan peso frente a las colectivas. Si la mascarilla en el transporte, el trabajo o en los encuentros caseros sirvió para aunar esfuerzos conjuntos recortando la transmisión (hasta en un 19%), tras la llegada de las vacunas y rendidos ante ómicron, el foco se puso en la autoprotección. Y eso es tan modulable como la íntima percepción del riesgo. Un riesgo –real o sentido– que no se desvanecerá con el fin oficial de la pandemia.

Sin ser obligatoria, la mascarilla se indica cuando se tiene una enfermedad respiratoria transmisible o en personas vulnerables, la FFP2 cuando la transmisión de gripe o covid es alta.

“Desaparece la obligatoriedad del uso de la mascarilla en el transporte público, pero no su utilidad”, señalan desde la Sociedad Española de Epidemiología (SEE). Primero, para no contagiarse de cualquier enfermedad respiratoria en épocas de alta transmisión, en espacios cerrados con mucha gente o en las distancias cortas. Después, para no contagiar al resto. Pero, ante virus de contagio asintomático, su indicación más o menos universal se complica. Bienvenidos a febrero de 2020, una vez más.

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Aún resuena el desconcierto por el relato de ‘las mascarillas para el público no son útiles’ (la OMS no recomendaba su uso comunitario, sino en casos particulares), a riesgo de que vuelva a instalarse ese discurso una vez pasada la crisis sanitaria. ¿Es posible que, superada la pandemia, volvamos a abrazar la idea de que las mascarillas no son útiles más que para personas enfermas?

Una revisión Cochrane publicada la semana pasada se ha esgrimido en EE.UU. (donde el tema se tornó en guerra cultural) para sugerir que las mascarillas no funcionaron a nivel comunitario contra la transmisión de covid. Pero esa revisión (con notabilísimas limitaciones que reconocen sus autores) no distingue entre tipos de mascarillas, contextos de uso y transmisión por aerosoles; y se centró, sobre todo, en su papel para la autoprotección, no para evitar el contagio a terceros de quien la lleva puesta. En todo caso, esta revisión también demuestra lo complejo que es tener evidencia sólida sobre la indicación de la mascarilla universal, de la que carecíamos antes del SARS-CoV-2.

También, que las indicaciones y normas para el uso universal de la mascarilla fueron heterogéneas. En el caso de España, nunca se tuvo en cuenta el tipo de material o ajuste a la hora de elaborar la normativa, cuando las capacidades de filtración sí se habían probado muy distintas entre las de tela, quirúrgicas o FFP2 y 3.

Desde la SEE explican que la mascarilla en el transporte y fuera de él “continúa siendo especialmente recomendable para quien presenta síntomas respiratorios compatibles con la COVID-19, la gripe, el catarro, y otras infecciones”. Y hasta ahí. Porque sabemos que cualquiera puede ser portador del SARS-CoV-2 y transmitirlo sin síntomas –por eso el mundo se cubrió preventivamente la boca y nariz a lo largo de la pandemia–. Pero ahora el paradigma ha cambiado.

Un mundo más inmunizado

¿Ha llegado un punto en que, sin mascarilla, podemos exponernos a una persona contagiosa sin contagiarnos? El epidemiólogo Salvador Peiró (FISABIO) recuerda que “España tiene una población muy vacunada y muy infectada” por coronavirus. Y así, prácticamente todo el planeta, incluida una China que se ha inmunizado por la vía natural –y trágica– en las últimas semanas, tras su reapertura y ola ómicron.

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En 2020 nuestro sistema inmunitario estaba desnudo ante el nuevo coronavirus, y se tuvo que vestir con una primera protección, la mascarilla. En 2023 acumula varias capas de infecciones y vacunas que no garantizan al 100% esquivar una enfermedad severa, pero alejan mucho su fantasma. Al menos, como ocurre con otras infecciones potencialmente mortales para algunas personas, ante las que no tomábamos especiales medidas de protección.

La estadística no deja lugar a dudas. Con o sin mascarilla, la tasa de hospitalización por COVID-19 entre mayores de 50 años durante el invierno ha superado los 250 casos por cada 100.000 habitantes entre no vacunados. Entre personas bien vacunadas, apenas llega a 2 de cada 100.000. La vacuna pudo salvar cientos de vidas en 2020 y 2021. Hoy, en una España sin restricciones, salva vidas la vacuna. Y en una proporción mayor.

Sin embargo, cada persona es un mundo. Al menos, a nivel inmunitario. No es lo mismo haber pasado hace poco una covid o gripe que tener 85 años o pluripatologías. Y ahí es donde afloran esas dos hospitalizaciones por cada 100.000. Dice Cañelles que ”si yo tuviera más de 65 años o fuera vulnerable, no fiaría mi protección al haber pasado la infección en el verano y me pondría la cuarta dosis. Aunque claro, es una decisión personal”, especialmente ante nuevas subvariantes. Igual que el uso de la mascarilla en lugares concurridos como el transporte.

Pero de ahí a indicar un uso indefinido de la mascarilla para todas las personas a partir de una edad dista un trecho. Y seguramente tenga mucho que ver cuál es el nivel de circulación de los virus en cada momento. No tanto pensando que el virus en cuestión dejará de circular por usar mascarillas en el transporte, de forma aislada.

¿Un buen momento para abandonar la mascarilla en el transporte?

Dijo el martes la ministra de Sanidad Carolina Darias que “nos encontramos en una situación de enorme estabilidad en cuanto a la covid”. Expuso que la tendencia de contagios en mayores sigue a la baja, con 50,7 casos por 100.000 habitantes a 14 días, mientras que las camas ordinarias están solo ocupadas en un 1,6% y las UCI en un 1,7% (+1,1% de pacientes en la UCI con covid, no ‘por’ covid).

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Aun asumiendo el infradiagnóstico, tenemos que retrotraernos a noviembre de 2021 para encontrar cifras similares a la baja en cuanto a incidencia (el 40,85 es la más baja registrada, excluyendo los momentos posteriores a la salida del confinamiento en que los contagios contabilizados no llegaban a los 3.000 semanales). La ocupación de UCI por pacientes covid no había bajado del prácticamente 2% en toda la pandemia (5% se consideraba ‘riesgo muy alto’). El virus sigue circulando, es endémico pero estable desde el final de la séptima ola, como revelan las aguas residuales.

Todos los indicadores sobre las principales enfermedades respiratorias transmisibles están a la baja, conforme al último informe del SIVIRA-ISCIII. Vamos diciendo adiós a una tripledemia larguísima, que nos ha contagiado (sobre todo, a los más pequeños) de virus de la bronquiolitis, covid y gripe, casi secuencialmente. La última es la que no termina de abandonarnos esta temporada. Algunas comunidades se mantienen dentro del umbral epidémico aunque a la baja, después de un arranque muy temprano.

Esta extraña y larga temporada gripal, combinada con el VRS, es lo que llevó a algunos epidemiólogos a sugerir (incluida la propia SEE) que se esperase un poco más a la retirada de la mascarilla en el transporte. Estos dos son virus típicamente estacionales, pero aún no está claro que el SARS-CoV-2 lo sea y nadie sabe si habrá nuevas olas este invierno o primavera. Pero hoy no hay indicios de que eso vaya a ocurrir. Y mucho menos que una retirada de la mascarilla en el transporte sea responsable de ello. Ya no estamos en el 2020 de los ‘rebrotes’.

Por otro lado, esa retirada de la mascarilla en el transporte ya se discutió en la reunión de la Ponencia de Alertas del pasado 30 de diciembre. No estaba como tal en el orden del día, pero sí se acordó que se podrían retirar tras valorar el impacto de la reapertura de China a nivel global, la otra sombra que ha quedado despejada. Algo similar ocurre con la irrupción de la subvariante XBB.1.5.

El epidemiólogo de la UAH Pedro Gullón señala en el SMC de España que las medidas de mitigación de los contagios se deben pensar en un contexto de salud pública. “Eso significa que las medidas sean aceptadas socialmente, coherentes con el resto de medidas (‘tengo que llevar la mascarilla en el metro pero estoy en un evento multitudinario cerrado durante horas sin ningún control’) y que entiendan los mensajes que transmiten”. Algo cortocircuitaba ya en el imaginario manteniendo la mascarilla (casi) sólo en los transportes.

Adiós mascarilla, ¿adiós pandemia?

España dice adiós a la mascarilla en el transporte con la percepción de que la pandemia quedó atrás. Muy especialmente desde que el 20 de abril de 2022 (incluso con cifras en ascenso) dejase de formar parte del escenario de los recintos interiores. Nos contagiamos de manera más o menos habitual. Más o menos silenciosa. Pero el coronavirus, matar, sigue matando; eso no es menos cierto. En España, por ejemplo, la última ola ómicron BA.5 supuso un exceso de mortalidad de unas 8.000 personas sólo en el mes de julio de 2022. Mayores de 85 años, sobre todo.

Y aún así, enero de 2023 era la fecha elegida por la Organización Mundial de la Salud para comenzar a discutir cómo poner fin a la declaración de emergencia global por el SARS-CoV-2. Todo quedó pospuesto tras la ola ómicron en China y el pasado 23 de enero decidieron mantenerla, mientras no se estabilice allí la situación. ¿Tiene sentido hablar de pandemia cuando el foco problemático se sitúa en un solo país?

El virólogo Adolfo García Sastre (Hospital Mount Sinai de Nueva York) decía a Newtral.es, justo cuando se cumplía el segundo aniversario de la declaración pandémica que “mi impresión es que la pandemia ya ha terminado. Quedan los coletazos”. Y dos agujeros pendientes de abordar, como herencia de esta crisis de salud: el recorte de esperanza de vida en la población más mayor que supone convivir con el SARS-CoV-2 (un centenar de muertes semanales en España) y las secuelas o covid persistente.

La mascarilla no arreglará ninguno de esos dos problemas por sí sola. En lo simbólico, quizás nos recordará a los peores momentos de la pandemia que, desde luego, quisiéramos borrar de nuestra mente. Como nos explicaba en esta entrevista el sociólogo y experto en rituales y protección sanitaria Mitsutoshi Horii, queda pendiente que en nuestra cultura asociemos la mascarilla a algo no negativo en sí mismo. No a una crisis. Sino a un elemento útil en salud pública en momentos y contextos determinados.

“La mascarilla puede que en Occidente se quede, como en Japón, pero con nuevos usos”, dice. Veremos si los autobuses de España se terminan pareciendo a los de países asiáticos o en Occidente se desvanecerá la mascarilla como se olvidó tras la pandemia de gripe de 1918.

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