María dejó de salir de casa durante un tiempo por la ansiedad que le daba encontrarse con su agresor. Una resolución judicial de 2013 le impuso a su expareja la obligatoriedad de portar un dispositivo de control telemático después de haber quebrantado la orden de alejamiento unos meses antes.
Fue a finales de ese año cuando María empezó a recibir llamadas de las autoridades para comunicarle incidencias reportadas por el centro Cometa por pérdida de la señal de la pulsera. Eso significaba que no le tenían localizado, así que María debía estar alerta. “A veces me llamaban cuando estaba en el trabajo. Y él sabía dónde trabajo yo, que soy dependienta. Así que no sabía si lo que tenía era que esconderme porque venía a por mí o seguir con normalidad. Me sentía acechada”.
Las incidencias eran variadas: desde que la pulsera se quedase sin batería hasta perder la señal GPS o acceder a la zona de exclusión móvil. “Aunque lo denuncié, había que probar que hacía todo eso de forma deliberada. Pero se entendió que eran todo incidencias puntuales que obedecían a casualidades, porque incluso cuando accedió a las zonas de exclusión móvil, el juez alegó que salió inmediatamente en cuanto la Policía le llamó”, añade María.
Las reiteradas incidencias —hasta 50 en un mes— le provocaron la sensación de que “en cualquier momento podía pasarle algo”. “La Policía me dijo que muchas de las incidencias eran por la batería. Estoy convencida de que al principio no era intencional pero acabó descubriendo que si dejaba descargada la pulsera aposta, saltaba la alarma”, recuerda. Así que en lugar de sentirse más protegida, “vivía más angustiada”.
“No quería salir de casa porque sentía que tenía más margen de maniobra: si decidía hacerme algo, en casa no iba a poder. Y aun así siempre estaba pendiente del teléfono”, explica. Por este motivo, María acabó solicitando la retirada del dispositivo, como tantas otras mujeres han hecho, tal y como reconoce la Fiscalía en sus últimas memorias anuales.
La realidad es que las incidencias con las pulseras antimaltrato son numerosas. Y aun así, son eficaces. A veces se deben a que el propio sistema falla y emite una alarma sin que haya motivo; otras es porque se pierde la señal GPS por acceder a una zona sin cobertura; también hay ocasiones en las que realmente hay problemas con la carga de la batería; y sucede que en poblaciones pequeñas, la posibilidad de acceder a las zonas de exclusión fija y móvil —es decir, de acercarse a la víctima a menos de 500 metros— es una posibilidad bastante alta.
Pero como reconocía la Fiscalía en su memoria de 2021, hay una preocupación por “el delito de inutilización o perturbación de su funcionamiento” —es decir, por la posible instrumentalización de las pulseras por parte de maltratadores para seguir ejerciendo violencia psicológica sobre las víctimas—.
En el artículo 468.3, el Código Penal establece que “los que inutilicen o perturben el funcionamiento normal de los dispositivos técnicos que hubieran sido dispuestos para controlar el cumplimiento de penas, medidas de seguridad o medidas cautelares, no los lleven consigo u omitan las medidas exigibles para mantener su correcto estado de funcionamiento, serán castigados con una pena de multa de seis a doce meses”.
En el caso de Silvina, a su exnovio le impusieron el dispositivo telemático en 2021, después de varios quebrantos de la orden de alejamiento y de la prohibición de comunicación. Las incidencias no eran numerosas, pero sí sucedían en un momento muy concreto: detectó que la alarma saltaba siempre que subía algún stories en Instagram de noche con amigas o de fiesta.
“Aunque él no me seguía, estoy segura de que se hizo una cuenta anónima para poder ver mis stories. Y cuando veía que me lo estaba pasando bien, me castigaba. Se lo dije al abogado pero me dijo que poca cosa se podía hacer de momento porque eran incidencias por falta de cobertura y de poca duración. Pero ya esas veces me llamaba la Policía y yo acababa yéndome a casa. Acabé cerrándome la cuenta de Instagram y las incidencias nocturnas pararon”, cuenta.
Aunque la cosa no fue a más, Silvina está convencida de que era otra manera de su expareja de seguir controlándola, como había hecho en otras ocasiones.
La penalista Miren Ortubay señala que “el debate sobredimensionado sobre las pulseras está obviando que cada vez se invierte menos en prevención de la violencia o en recursos no penales de asistencia a las víctimas”. “Las medidas como las de la pulsera en general duran poco y cuando acaban, las víctimas tienen la sensación de que están desprotegidas. ¿Dónde está el apoyo psicológico, el habitacional, el económico, el laboral…?”, añade Ortubay.
La realidad es que en Newtral.es contábamos hace unos meses el caso de una víctima de violencia de género a la que despidieron de su trabajo tras comunicarle a su jefe la situación en la que se encontraba. También hemos contado cómo en Madrid las trabajadoras de la red municipal contra la violencia de género denuncian la saturación, con una lista de espera para atender por primera vez a una víctima de dos meses y un colapso de recursos habitacionales que provoca que muchas mujeres se queden fuera.
“Las pulseras pueden ser un instrumento útil en un momento puntual: procurar que se cumpla una orden de alejamiento. Pero ahora parece que todas deben llevar una pulsera. ¿Qué trabajo de reparación y reinserción se está haciendo con esos maltratadores, por ejemplo, más allá de preguntarnos por las incidencias de las pulseras? Eso es lo que va a funcionar a largo plazo”, señala la penalista.
Para Ortubay, todo esto es volver a “la política del miedo, debilitando radicalmente la posición de las mujeres en el mundo” al convencerlas de que no pueden hacer nada más que esperar a no ser asesinadas.
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