Breve memoria necrológica: cementerios de Madrid desaparecidos y sus vestigios en el presente

patio pobres cementerio
Foto: Ferrant | La Ilustración Española
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Un árbol, un par de calles viejas y estrechas, deportes y la ‘Verdad’ descubren -si se sabe mirar- el pasado necrológico de Madrid. Son detalles, los vestigios de los antiguos cementerios del siglo XIX, enterrados hace mucho en la memoria de la ciudad.

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En el Estadio de Vallehermoso (Chamberí) hay un ciprés de raíz alargada. Tanto, que alcanza 1849. “Donde está el estadio, ahí estaba el cementerio de la Sacramental de San Martín. Básicamente algún ciprés es lo que queda”, indica a Newtral.es la profesora de Geografía de la Universidad Complutense, Beatriz Jiménez.

cipreses estadio Vallehermoso
Cipreses que rodean el estado Vallehermoso de Madrid. Foto: Ayuntamiento de Madrid

En 1920 el periodista Pedro de Répide describía la “la melancólica hermosura de este bosque”. Camposanto sobre el que descansaban los feligreses de la sacramental de San Martín y por el que hoy pasean atletas.

Si su calle da a un espacio abierto, tal vez camine sobre muertos

El de San Martín era uno de los cuatro cementerios del norte de Madrid. Su presencia se puede adivinar también por la disposición de algunas calles y su arquitectura. El Plan del Ensanche de Madrid (1860) tenía que terminar rápido con estos lugares, pero los cementerios no dejaron tanto descanso como paz se llevaron. Tardaron más de esperado en poder hacerlos desaparecer. 

plano Ensanche Madrid
Anteproyecto del Ensanche de Madrid (1860). Foto: Memoria de Madrid
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Su derribo y reurbanización de la zona se alargó más de lo previsto. Se clausuraron a finales del siglo XIX, pero durante décadas permanecieron en pie, paralizando parte de las obras del Ensanche y degradando el entorno. Jiménez explica que actualmente “hay mucho callejón y zona más humilde” debido a eso. 

Los apartamentos con vistas a cementerios en ruinas no estaban al alza en aquel momento. Y así permanecieron hasta tiempo después. Jiménez presta atención a un relato que no aparece en apuntes de libros de historia, el de su madre: “Durante la Guerra Civil (1936-1939) [ella] veía los nichos abiertos del Cementerio General del Norte. Por eso una vez se edifica esa zona, después de la guerra, se hace con unos criterios arquitectónicos más modernos”.

Esas ruinas centenarias están también cubiertas por un Corte Inglés, el de Arapiles, edificios de oficinas o un aparcamiento, en cuyas obras se hallaron huesos decimonónicos. 

Y otro estadio polideportivo fue construido sobre cementerios. Se trata del de San Miguel, ubicado sobre el antiguo Cementerio General del Sur. Poco queda de él. Un sustantivo, apunta Carlos Saguar en Arquitectura funeraria madrileña del siglo XIX: “Solo queda, como significativo recuerdo de la existencia del camposanto, el nombre del empinado camino que a él se dirigía: Calle de la Verdad.”

Regularizar la muerte

En el siglo XVIII vivos y muertos compartían espacio y tareas. Se enterraba donde se rezaba, donde se compraba y paseaba. En la ciudad. Una costumbre que mantenía a los seres queridos cerca, de la Iglesia y de Dios, pero que también atraía plagas, enfermedades y escenas truculentas. 

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“Las exhumaciones masivas daban lugar a los más repugnantes y macabros espectáculos que uno imaginarse pueda; mientras se llevaban a cabo estas operaciones, el insufrible hedor impedía la celebración de los oficios y actuaban perniciosamente sobre la salud de los habitantes”, cuenta Saguar en su texto. 

Fue a partir del final del reinado de Carlos IV (1808) cuando el concepto ilustrado de higiene cuajó, aunque también ayudó la urgente necesidad de dar sepelio a la gran cantidad de víctimas en tiempos de hambrunas, cólera, peste o guerra, la de Independencia.  

Cementerio General Norte
Capilla del del cementerio General del Norte de Madrid (1851). Foto: Escenas Martineses

Por eso, a partir del siglo XIX, se crean los cementerios, públicos y extramuros. Los dos principales de Madrid fueron el cementerio General del Norte y el del Sur o Puerta de Toledo, al otro lado de la orilla del Manzanares. 

Aunque como la vida, la muerte también era cuestión de dinero y política. La Iglesia perdió el monopolio de enterrar y con el mercado al alza cada parroquia empezó a crear sus particulares cementerios, las sacramentales

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Estas se llenaron de “gente pudiente”, como relata a Newtral.es Javier Jara, presidente de la Asociación Histórica Cementerios: “Cuanto más cerca estabas del altar, cuanto más grande era la sepultura, más cerca de Dios estabas. Era imposible permitírselo para la gente normal.” 

Las tarifas fúnebres no han cambiado tanto, actualmente una sepultura en un cementerio municipal ronda los 9.000 euros. Y 19.000 puede llegar a costar el descanso eterno en el cementerio de San Isidro, uno de los poquísimos camposantos conservados de aquella época. 

patio pobres cementerio
Patio de los pobres en el Cementerio General del Norte (1847). Foto: Ferrant | La Ilustración Española

La burguesía elegía las sacramentales, más limpias, diseñadas por arquitectos reconocidos. Más exclusivas, como se explica en Arquitectura funeraria madrileña del siglo XIX: “El General del Norte fue perdiendo buena parte de su clientela, siendo numerosos los traslados y quedando poco a poco convertido -al igual que el General del Sur- en última morada de las clases menos favorecidas.”

Perro y hueso

Estas necrópolis se cierran a finales del siglo XIX pero no desaparecen hasta mitad del XX. Quedan prácticamente abandonadas, se siguen haciendo entierros clandestinos y se saquean, como recuerda Saguar sobre el cementerio del Sur, construido por presidiarios y donde se enterraba a los ajusticiados de la Plaza de la Cebada:

“Sin nadie que lo custodiara, sus puertas abiertas permitían el paso a los perros, dando lugar a increíbles escenas de estar devorando los restos cristianos fuera del recinto del cementerio.»

Al otro lado de la ciudad, cuenta Beatriz Jiménez, el lugar que ocupaba el cementerio de La Patriarcal fue rebautizado como el Campo de Calaveras, allí donde, de vez en cuando, mientras los niños jugaban sus partidos de fútbol, aparecía algún hueso resto del pasado.

cementerio La Patriarcal
Cementerio La Patriarcal

Un cementerio que también fue pasto de saqueos. “Robaban todas las letras de bronces de las lápidas, lo cuenta Camilo José Cela en La Colmena”, cuenta Jiménez que, si pasabas los dedos por debajo de las mesas de algunos bares, podías intentar leer en braille los nombres de los difuntos.  

Dónde van los difuntos después de enterrados

“Lo único que significaban esos cementerios era peligro para la salud pública. No se cumplían las normativas, era totalmente insalubre”, explica Jara, satisfecho con la desaparición de estos lugares. 

La mayoría de los cuerpos -especialmente los de aquellos cuyos familiares tuvieran recursos- fueron traslados, pero también se incineró a otros tantos.

El bloguero necrológico Jara indica que una gran parte de los fallecidos se trasladaron al osario común de La Almudena, donde se estima que “puede haber medio millón de personas sin identificar.”

Muertos ilustres

Jiménez cuenta que los hijos del político Cánovas del Castillo sí que pudieron ser trasladados, al igual que su madre, a quien encontraron «incorrupta, en perfecto estado de conservación y con un retrato de su marido». El poeta José Quintana y su pesado monumento funerario, tampoco se quedaron en el olvido. Ahora se pueden visitar en La Almudena. 

monumento poeta Quintana
Tumba del poeta Quintana, en La Almudena. Foto: Antonio Castro

Un cadáver exquisito dejó el periodista Mariano José Larra (Vuelva usted mañana, 1833). A pesar de cometer el pecado del suicido se permitió el entierro en camposanto. Ipso facto, la muerte del literato provocó el nacimiento de otra estrella. 

Lo narra Nieves Concostrina en su Bendito cadáver sombrío y macilento: “El corazón de uno había dejado de latir dos días antes; al otro, en cambio, estaba a punto de salírsele por la boca. Aquel instante ilustra la importancia de saber elegir el lugar adecuado y el momento justo para hacer o decir algo. El lugar era el cementerio. José Zorrilla era en aquel entonces un aspirante a poeta, sin oficio ni beneficio y con más hambre que vergüenza”.

Zorrilla recitó unos versos en honor a su amigo Larra en el momento de su entierro en un cementerio de Madrid, el poema que le hizo popular. El cuerpo de Larra y su elegía no perduraron en el viejo cementerio, pero a día de hoy una placa todavía lo recuerda. 

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Placa conmemorativa a Zorrilla. Foto: Memoria de Madrid