Las hijas de Mariia, Anna y Tetiana, una de las familias ucranianas exiliadas en España, explican con detalle lo que hay que hacer para salvar la vida en caso de que las bombas rusas impacten contra su casa. “Fácil, es la regla de las dos paredes”, dice Anna, de 15 años. “En nuestro barrio sonaban las sirenas decenas de veces al día y, como no hay búnker en el edificio, tenemos que colocarnos en el pasillo, entre dos paredes largas donde no haya ventanas ya que los cristales pueden romperse por la explosión de la bomba y cortarte las venas, eso hay que evitarlo para no desangrarse; hay que taparse de cabeza con los brazos, encoger las piernas y esperar a que la alarma deje de sonar”. Su madre, de 37 años, y su hermana pequeña, de 12, asienten y confirman. Mariia muestra una foto en su móvil con las instrucciones gráficas que les mandó el alcalde de su ciudad semanas antes del 24 de febrero, cuando comenzó la invasión rusa en Ucrania.
Mariia y sus hijas son tres de las 137.000 personas exiliadas por la guerra de Ucrania que se calcula que han llegado a España, de un total de más de siete millones de refugiados. La mayoría de las familias ucranianas exiliadas cumplen el perfil de Mariia: mujeres acompañadas por sus hijos que viven en casas de familiares, compatriotas o parientes españoles, sobre todo en Madrid, Barcelona y Alicante, según la información del Ministerio de Migraciones. También como Mariia y sus hijas, la mayoría (más de 120.000) han obtenido la protección temporal que les permite vivir y trabajar en España, tal y como confirman fuentes del Ministerio del Interior a Newtral.es.
El periplo de su exilio ha sido corto. La familia salió de Ternópil, una de las principales ciudades de Ucrania occidental, el 31 de marzo para refugiarse en Lviv —la región fronteriza con Polonia—. Apenas una semana antes, las bombas rusas habían alcanzado el aeropuerto, en el primer ataque a la ciudad que servía como corredor para cientos de civiles que, como Mariia, escapaban de la guerra. Desde allí, subieron a un autobús y llegaron a Parla —un municipio al sur de Madrid— el 2 de abril. Dos meses después, el parte de guerra diario que Mariia consulta con avidez informa de que las tropas rusas se concentran en el este del país, lejos de su ciudad, por eso se preparan para volver a casa.
El exilio de las familias ucranianas comienza a remitir
El viaje de dos días desde la frontera polaca lo hicieron sin el padre, que tuvo que quedarse porque la ley marcial ucraniana impide a los hombres abandonar el país durante la guerra. Desde entonces viven en la casa de los suegros de Mariia, que emigraron a España hace años, y pasan los días ayudando a los ucranianos en la parroquia Santa Teresa de Jesús de Getafe, centro neurálgico de la comunidad religiosa ucraniana en el sur de Madrid. Preparan cajas de comida, cantan en el coro de la iglesia, envían material humanitario. También ayudan a otras familias refugiadas aunque, aseguran, cada vez llegan menos y la mayoría ya ha vuelto a Ucrania. “De las personas que salimos de Ucrania por la guerra y nos encontramos en la parroquia, solo quedamos nosotras”, dice la madre.
Lo cierto es que los datos globales confirman lo que percibe Mariia desde Madrid: el exilio de las familias ucranianas comienza a remitir. Según las últimas cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), más de dos millones de refugiados ucranianos (2.313.717, concretamente) han cruzado las fronteras de vuelta a su país, casi un 30% del total de los exiliados. Sin embargo, aunque la tendencia parece probar esa realidad, Acnur afirma que aún es difícil saber si los regresos se van a mantener en el tiempo. “La guerra es bastante volátil e impredecible, por lo que no sabemos si estos retornos serán sostenibles”, explica Olga Sarrado, portavoz de Acnur desde Polonia, el país que más refugiados ucranianos ha acogido.
“Un exilio improvisado”
Mucho antes del 24 de febrero, la rutina de la familia ya estaba unida a los simulacros de alarmas antiaéreas y a la guerra. “Yo viví las bombas como niña y ahora las estoy viviendo como madre”, afirma Mariia y recuerda la invasión de las tropas rusas en Abjasia, un Estado prorruso de Georgia, durante la guerra civil de 1992, donde se encontraba de vacaciones con sus padres. Sus hijas también están curtidas. En el colegio conviven con compañeras que entran en pánico cuando suena un petardo porque vivieron los inicios de aquella eterna guerra enquistada desde el 2014 en el Donbás ucraniano.
El relato de Mariia y de sus hijas parece contener las voces de muchas otras familias ucranianas exiliadas. A pesar de las advertencias del líder del Kremlin, Vladímir Putin, y de los propios dirigentes ucranianos, nunca creyeron que las bombas llegarían a las puertas de su casa. Hasta el 24 de febrero, Mariia teletrabajaba como profesora de inglés para diferentes organizaciones y su marido era ingeniero. Las niñas estudiaban en el colegio, tocaban el violín (Anna) y el piano (Tetiana) después de clase y acababan de pasar las pruebas para la escuela de artes escénicas porque “en su tiempo libre, les gustaría actuar en obras de teatro”, dice la madre. Esa vida quedó congelada después de la primera bomba y, aunque todas sus certezas han saltado por los aires, quieren volver.
- Tu marido sigue en Ucrania, ¿te ha contado cómo están las cosas allí?
- No nos permiten hablar de esas cosas por teléfono, todo se graba y todo se escucha. Solo repetimos que nos echamos de menos.
Mariia, Tetiana y Anna volverán a su casa en Ternópil a finales de junio. Ya tienen el billete comprado, su única certeza. No descartan que otra bomba vuelva a congelar sus vidas en cualquier momento. “La incertidumbre es total, el nuestro es un exilio improvisado”, cuenta Mariia.
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- Ministerio de Migraciones
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