Un viaje a Chile lo cambió todo. Para un científico como Luis Valledor, encontrarse con condiciones de laboratorio en la naturaleza es un regalo. Y algo así le pasó en su periplo cuando dio con unas fincas donde se trabajaba con dos tipos de árboles. Unos, bien alimentados y regados. Otros, de la misma especie y familia, ‘hermanos’ todos, sometidos a los rigores de la sequía y otros extremos. Pinos ‘felices’ y pinos ‘agobiados’, por simplificar.
Se trajo de vuelta a Oviedo semillas de ambas fincas. Las germinó y pasado un tiempo reprodujo algunas de las condiciones de su origen chileno. Más calor y sequía para unos, menos para otros plantones. Resultó que los pinos hijos de pinos sufridores se adaptaron mejor cuando vinieron mal dadas que sus hermanos de ascendencia mimada. Las semillas llevaban “una especie de libro de instrucciones extra, como las anotaciones que hace alguien al pie en un libro de recetas”, ejemplifica Valledor en conversación con Newtral.es.
Hace tiempo que se conocen ciertos tipos de ‘inteligencia vegetal‘. No son en absoluto comparables a las de humanos o ciertos animales. Pero árboles y plantas tienen estrategias de comunicación y memoria para resolver situaciones propias de sus limitaciones. Y aunque no puedan salir corriendo, pueden ‘gritar’ a su modo, advirtiendo del peligro al resto, mediante la emisión de compuestos volátiles o por señales químicas en sus tallos o raíces.
Ahora, una investigación ha identificado por primera vez los mecanismos de memoria que utilizan los árboles para recordar situaciones ambientales desfavorables como las olas de calor o los periodos de sequía. Según un equipo de la Universidad de Oviedo, que encabezan el trabajo, les permite responder cada vez mejor en sucesivos periodos desfavorables, cada vez más frecuentes en el actual contexto de emergencia climática. Pero lo más impresionante es que pueden transmitir esa información a sus hijos.
El estudio, que se publica en las revistas The Plant Journal y Environmental and Experimental Botany, hacen hincapié además en que la emergencia climática ya es una realidad. Las temperaturas están aumentando y los periodos de sequía y alta irradiación son cada vez más frecuentes. La memoria de los árboles podría estar sirviéndoles para mejorar su respuesta ante esta crisis que, sólo este año, ha devorado en España unas 300.000 hectáreas de vegetación por la vía del calor y el fuego.
Los árboles usan una memoria ajena al sistema nervioso animal
Los pinos bristlecone del oeste de Estados Unidos llevan vivos casi 5.000 años. Algunos pinos longevos llevan ahí desde antes de que se erigieran las pirámides de Guiza. Este año, una investigación preliminar, con algún anticipo en Science, reveló que hay un ciprés patagónico que, seguramente, supere los 5.400 años en un barranco chileno.
La longevidad de los árboles y su vida anclada a un mismo lugar los lleva a tener que soportar muchas situaciones estresantes a lo largo de su vida y a generar cierta ‘memoria’. Muchas de ellas, sequías, olas de calor o frío, parásitos, las tienen que experimentar, inmóviles, varias veces a lo largo de su vida.
“La supervivencia de los animales se basa sobre todo en la experiencia, en aprender; nos permite una mejor evaluación, anticipación y respuesta ante un riesgo” y esta experiencia de los árboles “se basa en la memoria”, comenta Luis Valledo, profesor titular de Fisiología Vegetal de la Universidad de Oviedo. “Aunque las plantas estén muy alejadas de los animales, en nuestras investigaciones hemos revelado qué estrategias tienen los pinos para recordar un estrés, y cómo pueden pasar este conocimiento a su descendencia”, añade.
El árbol más viejo puede tener 5.400 años, por cuanto acumula un sinfín de experiencias que ha podido transmitir a sus semillas epigenéticamente.
Las plantas o árboles no poseen una memoria compleja basada en un sistema nervioso como el de los animales, sino que cuentan con sistemas mucho más simples a nivel celular. Cuando la planta está sometida a un estrés, el ambiente activa los genes necesarios para responder (epigenética). Además, modifica la transcripción para que la célula pueda sintetizar proteínas alternativas, denominadas isoformas, que permiten soportar mejor al estrés. Una vez finalizado el periodo de estrés, la mayoría de las proteínas vuelven a su estado original.
“Con nuestro trabajo hemos demostrado por primera vez cómo este mecanismo, denominado splicing alternativo, se mantiene para un pequeño número de genes una vez que cesa el estrés. Esta es una de las bases de la memoria de las plantas”, destaca Víctor Fernández Roces, investigador del área de Fisiología Vegetal de la Universidad de Oviedo.
Una sabiduría transmitida de madres a semillas
La presencia de estas formas alternativas de memoria permite a los árboles responder de forma más rápida y eficiente cuando se repite una situación de estrés, reduciendo el daño sufrido por la planta. “Además, hemos explicado los mecanismos moleculares implicados en el primado de semillas, es decir, cómo las madres pueden transmitir parte de sus conocimientos a su descendencia para que puedan adaptarse mejor al entorno desde el momento mismo de la germinación”, añade la doctoranda Lara García-Campa.
Estos investigadores han tomado como modelo a los pinos, tan presentes en el paisaje español. Contábamos en Newtral.es cómo hay especies, tales como el pino canario, que han sido capaces de ‘aprender’ de situaciones extremas a lo largo de millones de años para adaptarse a vivir en volcanes como el de La Palma. Allí, hay ejemplares que estaban aparentemente secos y que han rebrotado.

Pero una cosa es evolución (a lo largo de millones de años) y otra, ‘aprendizaje‘. Lo que han mostrado ahora son mecanismos que permiten que las plántulas, generalmente débiles, puedan superar sus primeros contratiempos mejor que otros competidores de su entorno.
Hace algo más de un año, en este sentido, otra investigadora, Gabriela Niemeyer Reissig (Universidad Federal de Pelotas, Brasil) explicaba a Newtral.es que “olvidamos que los frutos de una planta son partes vivas y semiautónomas de sus plantas madre, mucho más complejas de lo que pensamos actualmente. Se comunican con la planta, informándole sobre lo que están experimentando, tal como lo hacen las hojas normales”.
Niemeyer recordaba que autores como Stephano Mancuso, “el doctor Trewavas y otros definen la inteligencia como la capacidad de resolver problemas, que es una definición bien aceptada, y la respaldamos”. En ese sentido, “las plantas se enfrentan constantemente a desafíos. La inteligencia permite a los organismos ‘improvisar‘ en condiciones variables y sortear problemas de alguna manera ‘creativa”.
Estos trabajos suponen no solo un gran avance en ciencia básica, descubriendo nuevos mecanismos implicados en la capacidad de adaptación al entorno y la resiliencia de los árboles, sino también en ciencia aplicada, puesto que muchas de estas moléculas se podrán emplear como biomarcadores.
“Los biomarcadores permitirán seleccionar aquellos individuos que puedan adaptarse mejor a localizaciones concretas y, además, proporcionan una información relevante para evaluar en tiempo real el estado fisiológico de nuestros bosques. Son una pieza clave para mejorar su gestión y sostenibilidad en el actual contexto de cambio climático”, concluye Mónica Meijón, profesora titular de Fisiología Vegetal de la Universidad de Oviedo.

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