El hoy conocido como Régimen del 78 pudo haber durado dos años y algo menos de tres meses. Es el tiempo que transcurrió entre el 6 de diciembre de 1978, fecha del referéndum de aprobación de la actual Constitución Española, y el 23 de febrero de 1981, 23-F, día del golpe de Estado fallido comandado por Tejero. En ese tránsito sucedieron las primeras elecciones legislativas de la democracia, una crisis económica mundial, las primeras elecciones sindicales libres, la aprobación del estatuto de los trabajadores, cuatro elecciones estatutarias autonómicas y cerca de 200 asesinatos cometidos por ETA.
Aunque desde diciembre de 1978 España era, formalmente, una democracia, estaba todavía en el camino de serlo. En su dimisión, el 29 de enero de 1981, apenas tres semanas antes del golpe de Estado del 23-F, el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, había señalado: “No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Ese paréntesis, 40 años después, no se ha cerrado.
El 23-F y el diálogo social
La Constitución cambió las normas de convivencia en muchos frentes. Uno de ellos, el económico. Con las consecuencias de la crisis del petróleo aún sintiéndose y tras años de crecimientos económicos altos, el paso previo a la normalización laboral fueron los Pactos de la Moncloa de octubre de 1977. La CEOE, creada apenas meses antes, se desentendió de unos acuerdos impulsados por el Gobierno de Suárez que aceptaban los sindicatos: CCOO, cercano al Partido Comunista, y UGT, brazo laboral del PSOE. Fue el primer paso para frenar la inflación que amenazaba a la economía española y la base del diálogo entre patronal y sindicatos.
Tras un 1979 de enfrentamientos entre trabajadores y patronos, que se saldó con 6 millones de huelguistas y casi 19 millones de jornadas de trabajo perdidas, según el catedrático en Historia Contemporánea Manuel Redero San Román, las relaciones laborales encontraron un marco de convivencia en el estatuto de los trabajadores, aprobado en 1980 con el visto bueno de la CEOE y UGT, pero con CCOO marcando distancias. El documento, previsto por la Constitución, suponía romper con el modelo franquista y creó el concepto de derecho colectivo.
La costosa normalidad territorial
UCD, el partido que ganó las elecciones constituyentes de 1977, debía de ser un partido de transición para la Transición. Pero Adolfo Suárez no lo creyó así, y la Unión del Centro Democrático se presentó, y ganó, en las elecciones de 1979. El primer gobierno elegido en las urnas de la democracia, y amparado por la Constitución, no llegó a durar dos años, y estuvo marcado por la inestabilidad. En apenas 22 meses tuvo dos vicepresidentes segundos de asuntos económicos (Abril Martorell y Calvo Sotelo), tres ministros de Administración Territorial, otros tres de Trabajo y los mismos de Cultura; dos de Interior; también dos de Justicia y de Interior; y hasta siete ministros sin cartera. En total, se sucedieron tres remodelaciones ministeriales antes de que Suárez presentara la dimisión. UCD fue un partido que gobernó sin ser capaz de gobernarse.
Ese Ejecutivo tuvo que afrontar la vertebración de España en Comunidades Autónomas, previstas por la constitución. Bajo su mando, se celebraron tres referendos de aprobación de Estatutos de Autonomía (en Cataluña, País Vasco y Galicia). La nueva organización administrativa de España encontró críticas, cuando no una abierta oposición en los estamentos militares, que veían en ella una amenaza a la unidad de España.
En su discurso de investidura del 18 de febrero de 1981, Calvo Sotelo resolvió su “compromiso firme de cumplir y aplicar lealmente, diligentemente, los Estatutos catalán y vasco, así como de poner en marcha sin tardanza los de Galicia y Andalucía, ya desbloqueados, y, finalmente, de ultimar todo el proceso autonómico restante”.
Cinco días después sucedía el golpe de Estado del 23-F.
El 23-F, los militares, la política y los almendros
El Sábado Santo de 1977, el llamado Sábado Santo Rojo, España legalizó el Partido Comunista. La consecuencia política inmediata fue la dimisión del ministro de Marina, Gabriel Pita da Viega, lo que suponía la salida del último compañero de armas de Franco del Gobierno.
El malestar de una parte del Ejército se fue haciendo evidente con los años. Primero, con el rechazo al reingreso en el Ejército de la Unión Militar Democrática, una organización clandestina dentro del Ejército del Franquismo, nacida al arrullo de la Revolución de los Claveles, cuyos líderes fueron detenidos en 1975 y que no pudieron reincorporarse a la carrera militar.
Más adelante, de forma más violenta, el malestar se hizo evidente en la operación Galaxia, abortada en noviembre de 1978 fue un pre-golpe de Estado que pretendía tomar la Moncloa, retener a Adolfo Suárez y hacerse con el control del país. El desmantelamiento de la operación supuso la detención y condena del teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, y el capitán de la Policía Armada, Ricardo Sáenz de Inestrillas.
Con la violencia de ETA desbordada -la banda terrorista cometió casi 200 asesinatos entre el 6 de diciembre de 1978 y el 23 de febrero de 1981-, una parte del Ejército comenzó a manifestar sus descontento. Expresiones como “ruido de sables” o “golpe de timón” se acuñaron en torno al Colectivo Almendros, un grupo militar que escribía tribunas de prensa que publicaba El Alcázar.
El 1 de febrero de 1981, este colectivo, cuyos integrantes aún hoy se desconocen, firmó un texto en el que se invocaba un “golpe de timón” que “a corto plazo instauraría la oportunidad para una legítima intervención de las Fuerzas Armadas” para “garantizar la paz y la subsistencia nacional en los momentos de peculiar delicadeza”.
22 días después, el mismo teniente coronel Tejero condenado por la Operación Galaxia entraba armado en el Congreso.