El arcoiris era en blanco y negro
Ricardo Antich (64 años) habla de su infancia y juventud con la mirada de aquel que ya ha superado la mitad de un camino dedicado a su pasión: la pintura. Su infancia fue dura y estuvo marcada por la educación de los colegios católicos de Madrid, donde el maltrato era la norma. En su familia, su padre, hombre de costumbres y tradiciones, decía qué era lo correcto y qué no mientras viviera bajo su mismo techo.
Recuerda con claridad una de las primeras aproximaciones a lo que después sería su salida del armario, aunque ni él lo supiera entonces. Un día, con 7 años, estaba con su familia viendo Bonanza en la casa de una vecina, la única que tenía televisión en todo el edificio, y comentó delante de todos: “A mí me gusta Adam Cartwright”. La respuesta de su padre en aquel momento no la olvidará nunca: “A los hombres no les gustan otros hombres”. Esas palabras levantaron un muro entre ambos.
Con 15 años se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios, donde se le abrió la puerta a un mundo de gente liberal y abierta, que hablaba de la sexualidad sin tapujos. Eran personas distintas y difíciles de encontrar en la España gris que él recuerda, la de la dictadura franquista. Y, entre todos ellos, estaba María, la que fue su primera novia, con quien se intercambiaba cartas en las que soñaban con ser artistas.
Pero en esa academia conoció también al primer hombre que le haría plantearse su sexualidad. Él todavía estaba con María, pero aquello fue un punto de inflexión para ella: “Ricardo, tú eres quien eres y no vas a poder cambiarlo”. Eran años de represión, sin libertad, sin ningún referente con el que poder sentirse identificado y en los que ser homosexual estaba perseguido por la ley. Por eso Antich no creía que él fuese gay y lo vivió solo como una experiencia más.
Los veranos los pasaba en el valle del Loira, en Francia. Allí vivía su amigo François y su madre, madamme Miche -a la que todavía llama así-. Ella fue la primera persona que lo conoció de verdad. Era viuda, ávida de conocimiento y conectó rápidamente con ella. Miche tenía curiosidad por la España de la censura. Ricardo, por el mayo francés.
A ella le contó todo y Miche no dudó: “Yo creo que eres homosexual”. Era la primera vez que escuchaba aquellas palabras de viva voz. Lo negó. Después, se le cayó el mundo encima.
Aunque a su vuelta a España se sinceró con sus amigos, tardó años en atreverse a contárselo a su madre. Recuerda aquel día; su madre, más aquella noche. Ella no durmió y a la mañana siguiente le pidió que fuera al psicólogo. Ricardo, que ya había dado el paso, no iba a volver atrás: “Si tienes algún problema yo te acompaño, mamá”. Ella entró en cólera. “¡El que tienes un problema eres tú!”, le gritó.
Acabó aceptándole, solo le pidió que no se lo dijera a su padre, quien murió años después sin haber tenido nunca esa conversación con su hijo.
Desde entonces, Ricardo siempre ha tenido claro que no vale la pena esconderse y menos ahora, en una etapa de la vida en la que cada vez tiene “menos que perder” porque ya ha “ganado mucho”. Entre sus victorias: dejar abiertas las puertas del armario para siempre.