Del armario se suele salir por partes. Primero, un cajón, después apartas ropa de una balda, asomas un poco el ojo para ver qué hay fuera y al final se abren del todo las puertas. Aunque hay veces que tienes que volver a cerrarlas.

Es un viaje de idas y vueltas. Porque cada vez que sales con tu pareja de la mano sientes que vuelves a abrir esas puertas, que lo haces también cuando miras de reojo al besarle porque tienes miedo de que puedan pegaros. Porque siempre hay un último lugar en el que ‘confesarte’. Como Raúl.

Sientes que vuelves dentro cada vez que en tu DNI no aparece el nombre que has elegido. Cuando iniciaste ese viaje dudabas qué baño utilizar y si te dirían algo. Y todavía no tienes claro si lograrás un trabajo en el que no te discriminen. Como Tayra.

Y sabes que cuando seas mayor, no tendrás ganas de seguir dando explicaciones. Porque estás cansado de que esas puertas ya chirríen de tanto abrir y cerrarlas. Como Ricardo.

La iglesia a ras de suelo

A Raúl (36 años) la noticia de que se impartían terapias para ‘curar’ la homosexualidad en el obispado de Alcalá de Henares no le pilló de nuevas. Ya había oído hablar de ellas. Fueron varias las personas que habían intentado ‘dejar de ser gays’ y que acudieron después a CRISMHOM, la asociación en la que cualquiera puede vertebrar su fe y orientación o identidad sexual sin que resulten incompatibles.

Diez años es el tiempo que tardó él en salir del armario. Asegura que la fe le ayudó a combatir los miedos que le impedían abrir sus puertas, aunque fue precisamente en el lugar en el que la comparte donde más tardó en sellarlas por completo.

Sus amigos fueron los primeros a los que les confesó que el Raúl que imaginaban con mujer e hijos en un futuro no iba a llegar. Luego su familia. Hasta que llegó el momento de tener que confesarlo no ante Dios, “al que ya se lo había contado hace tiempo”, sino ante su parroquia y los feligreses que la componen.

No es que le hiciera falta ponerse un cartel que diga “Soy gay” -como tampoco lleva una cruz enorme colgada del cuello que indique que es creyente y practicante-. Pero sí necesitaba sentir que podía terminar de vivir la que era su realidad sin volver a hacer oídos sordos a un comentario que se jactaba de su condición sin referirse directamente a él.

Quería poder girarse para discutir sobre ello y rebatir que “Jesús nunca habría juzgado a nadie” como lo hacía alguien que se sentaba tres bancos más atrás en la homilía de cualquier domingo. Buscaba no sentir que volvía al armario cada vez que cruzaba las puertas de su iglesia en Villaverde. No quería tener que omitir las preguntas sobre el mundo LGTBIQ+ que le hacían los jóvenes y niños a los que da catequesis. Poder responder “Sí, tengo novio” a esa pregunta que te repite tanto tu vecino que te encuentras en misa como un adolescente de su grupo de fe: “¿Y todavía no tienes novia”.

Opina que obviar su realidad en este tipo de conversaciones con otros miembros de su parroquia era una forma de volver al armario, de negarse a sí mismo, e igual que no diría que no cree en Dios tampoco iba a hacerlo con su orientación sexual.

Explica, riéndose y a modo de anécdota, cómo un día su párroco se lo preguntó. “Dio muchos rodeos, y al final fui yo el que le sonsacó que quería preguntarme si era gay”. Y le contestó que sí. Su párroco le dijo que “bueno a ver, que no quería que lo expusiera en plena iglesia”. Ni corto ni perezoso, Raúl le preguntó “si creía que una pareja heterosexual lo haría al darse la paz”. Fue entonces, recuerda, cuando el sacerdote se dio cuenta de lo “absurdo” de su pregunta.

Admite que la relación iglesia y LGTBIQ+ no es sencilla, pero asegura que la Iglesia está cambiando. Aunque no hace falta que lo haga la parroquia de barrio en la que se crió y a la que acude. Allí la vida está más a ras de suelo que en las “altas instancias del Vaticano o en una iglesia de Pozuelo”. Con lo terrenal va lo humano y, por extensión, lo mundano.

De los polideportivos a jugar en la calle

El voleibol era su vida en Perú. Con su 1,73 consiguió jugar como profesional en categoría masculina después de dedicar su infancia y adolescencia a este deporte. A Tayra Valdez (38 años) también le apasionaba maquillarse, y a los 18, siempre con la complicidad de su madre, comenzó su cambio. Entonces su entorno tal y como lo conocía desapareció: se acabó la estrecha relación con sus compañeros de equipo y, poco a poco, le fueron impidiendo seguir en la cancha. Pasó de jugar en polideportivos llenos de gente a hacerlo en la calle, ya como mujer trans.

Valdez llegó a Madrid hace dos años y medio, no desde su Lima natal, sino desde Argentina, donde vivió ocho años. El tiempo allí le sirvió para conocerse, para vivir en libertad y, aunque no intentó volver a competir a alto nivel, pudo trabajar siguiendo su otra pasión: la cocina. Cuenta que cuando arrancó su cambio en Perú solo se ponía vestidos para ir a fiestas, pero nunca para ir al restaurante donde era cocinera. “Me hubiesen despedido”, asegura.

En Madrid juega en un liga amateur, donde da igual lo que diga su estado legal o médico: compite en categoría femenina. “La presión del mundo del deporte me ha quitado las ganas. Aunque yo he cambiado, nunca llegas a hacerlo del todo”, explica. En algunos torneos le impiden jugar y casi siempre se siente observada, pero prefiere pensar que no es por ser trans, sino porque es muy competitiva y destaca sobre sus rivales.

Habla con preocupación sobre la situación de las chicas trans en España. Y pone de ejemplo el país que tan bien conoce, Argentina, donde valora cómo desde el gobierno apoyan la inclusión del colectivo. Allí el Estado vela por que las personas trans puedan terminar su educación y acceder a un empleo. Además, solo es necesario el nombre con el que te identifiques, no es obligatorio que lo refleje tu DNI.

Precisamente, una de las anécdotas que recuerda con más cariño de su etapa en Madrid fue cuando se hizo el abono de transporte para poder viajar en metro y autobús. “Me dieron a elegir, me dijeron que ellos me veían como a una mujer aunque no coincidiese con mi pasaporte”, cuenta. “Tú tranquila, ¿cómo quieres que te llame?”, le preguntó la persona que le hizo los trámites. “¡Casi beso al tío!”, exclama.

A Valdez no le pesa el recorrido que ha tenido que hacer para conseguir su cambio y ser ella misma. El voleibol profesional se quedó por el camino. También los fogones, aún no ha logrado tener un trabajo estable en una cocina en España. Si ahora le preguntas si necesita algo más para sentirse una mujer orgullosa, contesta con rotundidad: “No, lo tengo todo, me parezco a mi madre, no necesito más”.

El arcoiris era en blanco y negro

Ricardo Antich (64 años) habla de su infancia y juventud con la mirada de aquel que ya ha superado la mitad de un camino dedicado a su pasión: la pintura. Su infancia fue dura y estuvo marcada por la educación de los colegios católicos de Madrid, donde el maltrato era la norma. En su familia, su padre, hombre de costumbres y tradiciones, decía qué era lo correcto y qué no mientras viviera bajo su mismo techo.

Recuerda con claridad una de las primeras aproximaciones a lo que después sería su salida del armario, aunque ni él lo supiera entonces. Un día, con 7 años, estaba con su familia viendo Bonanza en la casa de una vecina, la única que tenía televisión en todo el edificio, y comentó delante de todos: “A mí me gusta Adam Cartwright”. La respuesta de su padre en aquel momento no la olvidará nunca: “A los hombres no les gustan otros hombres”. Esas palabras levantaron un muro entre ambos.

Con 15 años se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios, donde se le abrió la puerta a un mundo de gente liberal y abierta, que hablaba de la sexualidad sin tapujos. Eran personas distintas y difíciles de encontrar en la España gris que él recuerda, la de la dictadura franquista. Y, entre todos ellos, estaba María, la que fue su primera novia, con quien se intercambiaba cartas en las que soñaban con ser artistas.

Pero en esa academia conoció también al primer hombre que le haría plantearse su sexualidad. Él todavía estaba con María, pero aquello fue un punto de inflexión para ella: “Ricardo, tú eres quien eres y no vas a poder cambiarlo”. Eran años de represión, sin libertad, sin ningún referente con el que poder sentirse identificado y en los que ser homosexual estaba perseguido por la ley. Por eso Antich no creía que él fuese gay y lo vivió solo como una experiencia más.

Los veranos los pasaba en el valle del Loira, en Francia. Allí vivía su amigo François y su madre, madamme Miche -a la que todavía llama así-. Ella fue la primera persona que lo conoció de verdad. Era viuda, ávida de conocimiento y conectó rápidamente con ella. Miche tenía curiosidad por la España de la censura. Ricardo, por el mayo francés.

A ella le contó todo y Miche no dudó: “Yo creo que eres homosexual”. Era la primera vez que escuchaba aquellas palabras de viva voz. Lo negó. Después, se le cayó el mundo encima.

Aunque a su vuelta a España se sinceró con sus amigos, tardó años en atreverse a contárselo a su madre. Recuerda aquel día; su madre, más aquella noche. Ella no durmió y a la mañana siguiente le pidió que fuera al psicólogo. Ricardo, que ya había dado el paso, no iba a volver atrás: “Si tienes algún problema yo te acompaño, mamá”. Ella entró en cólera. “¡El que tienes un problema eres tú!”, le gritó.

Acabó aceptándole, solo le pidió que no se lo dijera a su padre, quien murió años después sin haber tenido nunca esa conversación con su hijo.

Desde entonces, Ricardo siempre ha tenido claro que no vale la pena esconderse y menos ahora, en una etapa de la vida en la que cada vez tiene “menos que perder” porque ya ha “ganado mucho”. Entre sus victorias: dejar abiertas las puertas del armario para siempre.

Créditos

Salir del armario es un especial del equipo Newtral.es

Textos:

Borja Rodrigo

Brenda Valverde

Marisa López

Fotografía:

Javier Nadales

Julio de 2019